LA CONEXIÓN ENTRE EL BUEN HUMOR Y DEPORTE

Obviamente, al comenzar a leer un artículo cuyo titular es tan sugerente como “la conexión entre el buen humor y el deporte”, nadie puede evitar tener un poco de curiosidad sobre cuál es ese tipo de conexión, ya que ser feliz, estar contento o tener buen humor durante la mayor parte de nuestra vida, es uno de los objetivos principales de nuestra existencia. O por lo menos de la mía.
En la mayoría de mi vida el deporte ha tenido un papel fundamental para mi desarrollo, tanto físico como mental. En este artículo no voy a entrar en la dinámica de citaros investigaciones científicas que demuestran que la salud física y mental están estrechamente ligadas, ni tampoco voy a mencionar enunciados en latín de conocidos filósofos aludiendo a lo importante que es mantenerse sano. Tan sólo quiero transmitiros mi experiencia personal sobre lo que ha significado y significa para mí el deporte.

La decisión de cursar la diplomatura de maestro en educación física no fue casualidad, sino causalidad. Una causalidad que venía implícita en mi personalidad desde antes de que yo fuera siquiera un pequeño óvulo en el vientre de mi madre. La causalidad que se fue haciendo latente cuando no sabía andar, pero gateaba como podía hasta la cocina para romper una bolsa de garbanzos, simplemente porque tenían la forma redonda de un balón, de una pelota de tenis o de cualquier otro esférico de los que se utilizan en la mayoría de los deportes que conocemos. Esa causalidad que hizo que a los nueve años engañara durante un año entero a mi madre, diciéndole que iba a catequesis, cuando en realidad me quedaba en la calle corriendo y saltando, con la única compañía de un balón. La misma causalidad que me permitió, antes de tener catorce años, haber practicado fútbol, baloncesto, bádminton, voleibol, hockey y un sinfín de deportes más, porque todos me gustaban. Mis padres sabían con la misma certeza con la que las horas pasan, que en la asignatura de educación física su hijo nunca traería una nota más baja que el sobresaliente.

El sudor se convirtió en mi fragancia; un pantalón de chándal con parches en las rodillas fue mi segunda piel; los arañazos, las quemaduras y las manchas de asfalto en los codos y las palmas de las manos eran mi rutina diaria, hasta el punto de elevar mi umbral del dolor a su punto más alto. Cuando no había balón, jugábamos con una lata; si no encontrábamos una lata, utilizábamos una piedra; y si no veíamos ninguna, nos inventábamos un juego en el que la premisa sólo fuera correr, una actividad simple, pero que a la vez nos reconfortaba mucho. Sentía cómo mis músculos se iban calentando a la vez que la respiración iba aumentando poco a poco hasta notar cómo el corazón parecía que me iba a explotar en el pecho por la brusquedad con la que latía. El cansancio era agotador, pero lo más excepcional de todo era que siempre estaba sonriendo.

Me acostumbré tanto a que en cada día de mi vida existiese siempre un poco, aunque sólo fuese una pizca, de ejercicio físico, que en cierto modo me he vuelto adicto a él. La sensación de realizar deporte se ha convertido en una especie de droga, pero mi cerebro es el que más lo percibe. Un cerebro al que he acostumbrado, desde que comenzó a funcionar hace veintisiete años, a que siempre debe estar preparado y en plena forma para realizar todas las funciones de las que es responsable. Un cerebro que ha llegado a una conclusión tan lógica y aplastante como la de que el día que percibe que mi cuerpo no ha realizado la cantidad de deporte a la que lo tengo acostumbrado, es que algo no va bien.

Ese malestar se manifiesta tanto de manera interna como externa. Internamente con una sensación que, en resumen, es muy parecida a la de desintoxicarse de una droga. Ese malestar interior es el que menos me preocupa, ya que el único que lo sufre es uno mismo, pero sin embargo, el malestar externo es algo insoportable para mí, ya que no pienso permitir que las personas que me rodean sufran un estrés, una tristeza o un mal humor que viene ocasionado por no realizar el ejercicio físico al que estoy acostumbrado. Así que ya sabéis, a subir la cuesta.

Escritor: Francisco Manuel Fernández Tinoco