Carta de un periodista varado

Mi vida acabó hace tres años. No es por darle un dramatismo innecesario al asunto pero heme aquí, delante de la brillante pantalla del ordenador intentando como cada día no dejar de vislumbrar aquel futuro, hoy soñado, que inculcan desde la infancia a esta generación mal llamada “perdida”, a la que más le valdría el calificativo de “abandonada”, y a la que pertenezco. Aquellos sueños de independencia, de responsabilidad ante la vida, se antojan hoy lejanos de esta realidad que nos hemos visto forzados a vivir. La precariedad se apodera de mí, de nosotros. Vivo en un futuro incierto que comenzó hace tres años.

Rojo, azul, verde, rosa, morado… negro. Aún recuerdo los vivos colores de los elegantes vestidos y corbatas que jóvenes promesas lucen antes sus compañeros, ante sus maestros, familia y amigos. El día de tu graduación es un momento esperado y temido a partes iguales. Por un lado, lo ansías con el ferviente deseo de que se convierta en aquel anhelo que llevas años sintiendo dentro de ti: el día que pondrá fin a la etapa más larga de tu vida y que, con suerte, te abrirá a un mundo que llevas años esperando. Te llaman desde el estrado. Es tu momento. Todos te miran: compañeros, familiares y amigos que comparten tu ilusión mientras unas manos invisibles taponan tus oídos ante el clamor del aplauso popular. Recoges tu título. Simbólico, sí, pero lo aferras a ti como el billete hacia tu nueva vida. No obstante, una vez en tu butaca te preguntas: ¿Ahora qué? Parece abrirse ante ti un abismo de infinitas posibilidades que se van reduciendo con el paso de los días. “Mañana será el día”, piensas, pero éste no llega.

Eres un joven periodista ya titulado y aún conservas en la mente la imagen de aquel reportero de la Edad de oro del periodismo, del noticierismo gacetero que tanto puso en jaque al poder a lo largo de la Historia, el Watergate o la publicación de las cuentas de Bárcenas que sacaron a la luz los trapos sucios de un país corrupto en sus altas esferas. Quieres escribir, comerte el mundo, esclarecer escándalos, ayudar a la sociedad con tu prosa y, sin embargo, será el mundo el que se te acabe comiendo. Una tras otra, las puertas se te van cerrando siempre con el mismo mensaje: “No das el perfil que buscamos”. Hoy en día, debes haber nacido con padrino o con estrella, dos conceptos que desgraciadamente van de la mano. Llamas a las puertas de los grandes medios de referencia luchando por tu sueño. Ninguna responde a la llamada. Eres un correo más en sus bandejas de entradas que anhela, por lo menos, ser abierto.

Y por fin, un hálito de esperanza: unas prácticas. Te confinas por motu proprio a convertirte en el último escalafón de la organización empresarial: el becario, el último en llegar y el primero en irse (y no necesariamente en ese orden cuando hablamos de la jornada laboral), esa figura a través de la cual los “grandes medios”, como importantes cabeceras de índole regional o cadenas de alcance nacional, logran sobrevivir mediante jornadas interminables correspondidas con míseros salarios (en el mejor de los casos) que nunca podrán garantizarte aquello que anhelas. No obstante, te aferras a la idea de conseguir así esa experiencia que tantas empresas reclaman. Promesas de futuro que caen como hojas en otoño. Trabajo y esfuerzo únicamente recompensados con el valor que tú quieras darle.

Tras muchos “ya te llamaremos” engalanados de falsas esperanzas y cortesía decides, por qué no, comenzar tus propios proyectos. “En Internet está el futuro de los mass media”, decían, pero este cibermundo tampoco vive ya la época dorada de antaño en cuanto a las posibilidades laborales que uno quisiera. La publicidad en la Red se paga hoy a una décima parte de lo que valía hace escasos cinco años y artículos cuyo valor se tasa en céntimos, que si no haces tú habrá otros diez haciendo cola para desgracia colectiva, son los únicos resquicios a los que aferrarse para ejercer “de lo tuyo”. Tiras de agenda.

Contactas con amigos y antiguos compañeros hasta que consigues, por fin, dar vida a proyectos que te traerán más disgustos y quebraderos de cabeza que alegrías. Radiofórmulas en pequeñas emisoras locales, llevando a cabo de forma desinteresada las funciones que antaño desempeñara un equipo de cuatro personas; o abrir un blog en el que plasmar tus inquietudes, para aquellos con menos poderío pecuniario; son tus vías de escape.

Una única frase pervive en tus pensamientos: “Los genios trabajan siempre por pasión, no por dinero. El trabajo será recompensado”. Al final del día, tú única compensación es ese bienestar que sientes al hacer algo con el alma y que te da fuerzas para seguir luchando. La impotencia de no poder conseguir una independencia, hoy lejana, es la mayor quimera con la que mi generación tiene que lidiar. Pero no nos rendimos. Sirvan estas líneas no como un llanto ante el castigo, sino como un grito; el grito de una bestia que clama por volver a al elemento del que un día una ola de mil nombres le obligó a salir.

Escritor: Carlos Lorenzo Solís.

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