Cuando la historia va de la mano de la antropología

De repente la arrogancia etnográfica ha tenido que declinar ante las críticas los cuestionamientos actuales. La autoridad que emanaba del trabajo de campo: “Estás allí… porque yo estuve allí”, actualmente se pone en tela de juicio. Y en el siglo XX la antropología social quiebra con esa supuesta autoridad etnográfica. A Occidente le cuesta mantenerse como el único proveedor de conocimiento antropológico sobre los otros, ya que la gente puede interpretar a los otros y se interpreta a sí misma.

Y aquí, en este momento de quiebre, es donde aparece en escena la antropología interpretativa, que mira la cultura como un ensamble de textos unidos y subraya la producción inventiva de todas las representaciones colectivas de una sociedad. La antropología interpretativa va en contra de los dogmas de una etnografía que no puede sostener la férrea autoridad que ostentó durante el siglo XIX y parte del XX.

Sin embargo, ni la experiencia ni la interpretación del observador se pueden considerar inocentes. Los paradigmas de experiencia e interpretación no son insuficientes por sí solos, y necesitaron abrir paso a los paradigmas del diálogo y de la polifonía. se concreta una visión heteroglósica (diferentes voces, tonos diferenciados) del mundo, tal como lo considera Mijaíl Bajtín.

Y es en este punto donde la historia se encuentra con este modo de hacer de la antropología, donde aquélla entra en concordancia y en una relación con lo dialógico. Cuando escrutamos en las grutas del pasado son muchas las voces que vienen hacia nosotros, y cada una tiene algún grado de importancia para la inteligibilidad de aquello que, en mayor o menor medida, nos es extraño. Siguiendo la explicación de Bajtín, los habitantes del pasado nos hablan cada uno con un tono diferenciado, y el historiador debe escucharle a cada uno y no imponerse a través de un único punto de vista construido por él.

Así las cosas, el ejercicio de la etnografía –y el de la historia- consiste en un proceso de diálogo en el que los interlocutores negocian activamente una visión compartida de la realidad. El investigador no es impermeable a los nativos, ni éstos a aquél. Con lo cual se pone en entredicho el papel del etnógrafo como único narrador e intérprete de sucesos que tal vez estén aún lejos de su intelección. Se presentan rupturas del trabajo de campo, éste se vuelve vulnerable y escapa al perfecto control del etnógrafo. Hay un desplazamiento de la autoridad monológica, y aquél se convierte en un personaje discreto dentro de la narrativa del trabajo de campo.

¿Escritura directa? ¿Quién es en realidad el autor de las notas de campo? El control indígena sobre el conocimiento que se adquiere en el campo es considerable y determinante. Es el caso de Bronislaw Malinowsk, quien encarnó la autoridad del trabajador de campo, y que a su vez incorporó en sus trabajos muchísimos datos que no comprendió. (¡En el fondo debió haber comprendido que la voz del etnógrafo no es infalible ni absoluta!). El resultado es, en contra de la monografía moderna clásica y autoritaria donde no existen más voces sonoras que las del escritor, un texto abierto y sujeto a varias reinterpretaciones, donde se escuchan otras voces.

Siguiendo el razonamiento de Bajtín –el cual es muy apropiado para la labor del antropólogo y del historiador-, no hay totalidades homogéneas ni mundo culturales integrados, contrario a lo que proponía Clifford Geertz. Éste en sus estudios siempre mostró contextos homogéneos y planos, o lo que es lo mismo, espacios cerrados donde cada sujeto no tiene una voz individualizada. Para el ruso una cultura es un “diálogo abierto” y creativo de subculturas de propios y extraños, de facciones diversas.

Cuando se citan los informantes dentro del texto se está aceptando y asimilando que él se escribe con la intervención de esos otros que participan en la construcción de esa otredad que resulta ser la historia –y la antropología-. “Una manera cada vez más común de manifestar la producción colaborativa del conocimiento etnográfico es la de citar regular y extensamente a los informantes”. Y es también el caso de la historia. Por esto nos dice Ginzburg, a partir del análisis que hace de los documentos inquisitoriales de la Edad Media, que construir las creencias de los imputados a través de los documentos inquisitoriales resulta una tarea ambigua en sumo grado, ya que no hay una única forma de establecer la creencia, sino un sinfín de caminos, según la cantidad de voces a las que se les permita hablar.

De esta manera, James Clifford nos dice que si las afirmaciones indígenas se pudieran transcribir en longitud suficiente, tendrían sentido en términos diferentes a los del etnógrafo. Y esto podría resultar en la expresión más clara de la heteroglosia, si no fuera porque en definitiva, el etnógrafo y el historiador se encuentran en la instancia autoritaria de dar voz al otro, silenciándolo o modificándolo. Lo que a la larga conlleva a que sea un autor singular y una única voz los que den cuenta de aquello que, en definitiva, se desconoce: el pasado y el nativo.

Escritor: Andrés Felipe Mesa Valencia

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