El conocimiento o la expulsión del paraíso.

En 2011 el eminente científico colombiano Rodolfo Llinàs se refirió a Dios en los siguientes términos: «Es un invento del hombre. Y como todos los inventos humanos, se parece a él». Un planteamiento que aún hoy, en pleno siglo XXI, en medio del aparente proceso de secularización por el que atraviesa la mayoría de las sociedades posmodernas, con el desprestigio indefensable de la Iglesia romana, causa prurito en los más de mil millones de fieles que conforman su grey y que no se sonrojan al recitar como niños educados bajo el manual de las «buenas maneras» la célebre frase que algunos atribuyen al escolástico San Agustín y otros al fideìsta Tertuliano, y donde asistimos a lo que Max Weber llamó el sacrificio de la inteligencia a manos de la teología positiva: «credo quia absurdum» (creo porque es absurdo). El mito de Adán y Eva —padres de la humanidad—, probablemente extraído por el cristianismo de los relatos antiguos de los asirios y los acadios para cimentar su estructura bíblica, sirve de base para profundizar en las características de un Dios terriblemente humano creado a imagen y semejanza de los hombres.

En el Antiguo Testamento y, especialmente, en las escenas que atañen al Jardín del Edén se hace mención a dos árboles: el «Árbol del Conocimiento del Bien y el Mal» y el «Árbol de la Vida». Según lo relata el libro del Génesis, Dios prohibió a los primeros habitantes de la tierra comer del primero y en vista de que hicieron caso omiso a la restricción emanada por la divinidad, fueron desalojados para impedir que también degustaran los frutos del segundo, poniéndose a la altura de Dios y obteniendo así el don de la inmortalidad. La escena está cargada de un profundo egoísmo que refleja con claridad meridiana la actitud narcisista de una deidad y su afán desmedido por mantener en la ignorancia a quienes había creado a partir del polvo de la tierra (el hombre) y de una costilla (la mujer).

Si existía la posibilidad de que sus dos flamantes creaciones sintiesen curiosidad por el «Árbol del Conocimiento del Bien y el Mal» y se atrevieran a consumir sus codiciables frutos para alcanzar la sabiduría, ¿con qué objeto se le ocurrió a Dios plantarlo en el Jardín? ¿Acaso se trató de una perversa añagaza para castigarlos después? ¿Por qué permitió, dada su omnipotencia, que Satanás encarnado en una serpiente engrupiera a la cándida Eva para que comiera el fruto prohibido y lo diese a probar al incauto Adán? Las razones de la Providencia son inescrutables e incuestionables explicarán ceremoniosamente los teólogos cristianos. A juicio de quien escribe estas líneas asistimos a la presencia de un Dios no sólo egoísta sino despiadado y poco amigo del perdón, que además evidencia un reprensible comportamiento sexista.

¿Por qué los expulsó del Paraíso castigándolos con la muerte, el dolor, la vergüenza y el trabajo, por una falta que cometieron espoleados por el simple deseo de conocer? ¿Es ésta la manera como un padre manifiesta el amor a sus hijos? ¿Sentenciándolos a vivir como parias? ¿Primó en su decisión condenatoria el «orgullo herido», el hecho en sí de que hubiesen quebrantado un mandato divino o la impotencia se saberse vulnerable frente a la astucia del Ángel Caído? En cuanto a la equidad de género, hay que señalar que Dios tiene una antigua deuda con la mujer. ¿Qué absurdo capricho lo llevó a crear primero al hombre y por qué precisamente utilizó un hueso de éste para crear a Eva? ¿Tal vez como piedra fundacional de la execrable dominación de aquél sobre ésta? Resulta curioso observar como todo el peso de la responsabilidad en el denominado Pecado Original haya recaído durante más de 2.000 años en la «mujer».

Para el Cristianismo, si bien Adán fue cómplice, Eva actuó con imprudencia no sólo al dejarse engañar por la serpiente sino al ofrecer el fruto a Adán. Y debido a su «imprudencia», en las diferentes sociedades epocales ha sido sistemáticamente degradada, aherrojada, escarnecida, vista sólo como un instrumento de reproducción que guarda obediencia al proveedor de todo: el hombre. Y la Iglesia Católica sí que ha incorporado en sus doctrinas el desprecio ancestral hacia la mujer y sólo le reconoce la condición de sierva del hombre y aun hoy la obliga a prometer solemnemente ciega sumisión ante el altar.

Una muestra de la inequidad de género, como práctica instituida por Dios en el remoto Jardín del Edén, la constituye el rígido y cerrado organigrama que caracteriza a la Iglesia de Roma, donde las monjas históricamente han desempeñado papeles secundarios en tanto los sacerdotes, y más concretamente el colegio cardenalicio, ha manejado a su antojo los hilos del poder eclesiástico mundial hasta el punto de oponerse enérgicamente a que el sexo femenino presida los oficios litúrgicos o ascienda en su magisterio religioso y pueda aspirar, ¿por qué no?, a asumir el rol de vicario de Cristo en la tierra.

No hay documentos que avalen ─ni siquiera la Biblia─ el argumento de que en asuntos ministeriales, Dios se manifestara en favor de los hombres y en contra de las mujeres? Si también fueron hechas a imagen y semejanza de Dios no tendrían los mismos derechos de aquellos que las señalan despectivamente como el sexo débil? La mujer ha demostrado suficientemente que tiene el talento, la inteligencia, la idoneidad, la fe y el espíritu de sacrifico que la acreditan como apta para ser ordenada sacerdotisa y ejercer su vocación.

Adán y Eva, si es que existieron, no son responsables de ningún Pecado Original. Si alguna vez acaeció un Pecado Original, la culpabilidad debe recaer sobre Dios por arriesgarse a sembrar un árbol donde no debía y por atreverse a castigar inicuamente a millares de generaciones por los presuntos delitos que sus antecesores cometieron en su primorosa búsqueda del conocimiento.

Escritor: Carlos Mario Arango Sosa

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