MEJOR QUE EL TIEMPO NO VUELE.

En más de una ocasión me he visto encerrado en una aterradora burbuja de pensamientos que, seductora pero cobardemente, me conducen en mi apariencia física actual y con todo mi bagaje intelectual, psicológico y espiritual, y me proyectan nuevamente –como una carcajada quántica haciendo eco en un empinado muro hecho de luces- en los días de mi vida que ya se fueron; en aquellos momentos que la memoria me invita a disfrutar como fotografías opacas y difusas en el reverso de mis parpados pero que son intangibles y distantes, todo en una misma dimensión tan cristalina, tan brillante como retorcida e indómita. En más de una ocasión me he preguntado: “¿podremos viajar en el tiempo?”.

El viaje en el tiempo (o, simplemente, la posibilidad de situarnos en un mismo espacio pero en un instante ya transcurrido u otro que aún no sucede) es un misterio que nos atrae como a los niños los obnubila su primera visita al zoológico: frente a sus ojos se encuentra algo majestuoso pero a lo que no serían capaces de ponerle una mano encima.

Y es que en verdad son pocos los osados que se atreverían a postularse para dar un paseo entre los calendarios llegando a momentos en los que ni siquiera habrían nacido o en un futuro impensable en donde ya no deberían existir más (y es este dilema el que produce una jaqueca física universal).

Personalmente, tengo un par de razones por las cuales considero que viajar en el tiempo, sea posible o no, es arriesgado y perjudicial para el limitado buen funcionamiento de la cordura humana. El mero concepto de regresar a otras épocas o avanzar a las que están lejos de llegar a ser, automáticamente nos produce un primer pensamiento encaminado a la multiplicidad de realidades alternas que debe generar esta jornada hacia la cuarta dimensión. Es aquí donde aparece un abanico de universos alternos (no necesariamente diferentes) en los que yo, como viajero, existiré muchas veces y repetiré infinitamente un mismo proceso sin ser yo mismo en único “yo” que pase por este martirio…

Como soy consciente de la dificultad de comprenderlo así, tratemos de asimilar mejor este sorbo caliente de la sopa universal con un ejemplo. Ese otro yo sería el que se encuentra en su línea de tiempo correspondiente, en tanto que yo (el viajero del tiempo) vendría a ser simplemente un visitante.

Esto quiere decir dos cosas: primero que nada que, para esa fecha, seremos dos mismas personas que estemos compartiendo la existencia como individuos, eso sí, en esa corriente de tiempo y hasta de espacio posiblemente; fenómeno que me convierte sin lugar a discusión alguna en un extraño, en un invasor.

El segundo aspecto a tener en cuenta sería el acontecimiento que transforma el viaje en el tiempo en un generador de dimensiones y proyecciones infinitas que da cabida a la enorme paradoja imposible de contener en la mente del espectador o el partícipe. Cuando el tiempo transcurra (el de aquella tangente temporal que no me corresponde y que, de manera abusiva y arriesgada decidí penetrar) y lleguemos nuevamente al 30 de diciembre de 2013, mi anfitrión cronológico se embarcará en la misma travesía fantasiosa que me tiene en su línea de tiempo presenciando “desde la barrera” lo que sucede en su vida hasta ese instante (y es muy importante que todo esto ocurra con un bajo perfil de mi parte pues, si intervengo en cualquier acontecimiento de aquella época que ya viví pero que no me corresponde, modificaré el futuro propio de esa corriente y se desencadenaría a la vez una infinita ráfaga de imprecisiones temporales cuyo final es mejor no imaginar).

Si mi otro yo viaja en el tiempo al mismo instante al que me dirigí en principio, entenderemos que esto se tornará en un evento cíclico e interminable pues siempre habrá un turista y un viajero, de manera inconclusa, pero en diferentes planos dimensionales. Retomando el orden con que empezamos esta lectura vertiginosa, el segundo motivo por el que considero todo esto como una sobrecarga del pensamiento es un factor que, lejos de basarse en las leyes del tiempo, estaría fundamentado en los principios del espacio y el desplazamiento de los cuerpos como tal. Todos sabemos muy bien que el planeta tierra realiza dos movimientos simultáneos y perpetuos alrededor del sol: la rotación y la traslación.

Podemos ver que, de manera evidente, día tras día, el planeta está en una ubicación diferente respecto al sol y girando sin parar sobre su propio eje. Para no maximizar el discurso más allá de lo plenamente sospechable, cerraremos esta lectura con una pregunta extensa:

Tomando en cuenta que el viaje en el tiempo únicamente nos permitirá un “desplazamiento” dentro de esa magnitud específica que mide los periodos y acontecimientos de la existencia y nunca, jamás, nos movilizará en el espacio como hacen los vehículos, ¿será posible que, si decido viajar al 31 de julio de 1864 estando ubicado en el hemisferio sur, a las 11:45 am, al llegar a mi destino cronológico la tierra se encuentre en el mismo punto, espacialmente hablando, desde el cual partí?

David Ricardo Bonilla Caballero