Modos de representación en la novela colombiana del siglo XXI

En el año 2011 se publica la tercera novela del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, bajo el sello de la reconocida editorial Alfaguara que, entre otras cosas, la premió como la mejor novela del año. Nos referimos a El ruido de las cosas al caer, una obra fundamental que no solo consolidó la carrera literaria de este joven escritor, ya reconocido por sus anteriores publicaciones, especialmente por Los informantes; sino que recrea una de las épocas más álgidas en la Historia de Colombia, atravesada por la violencia, la corrupción, las drogas, la inseguridad y el miedo constante al que se tuvieron que acostumbrar las generaciones que vivieron, especialmente, desde los años 80 y hasta el fin del siglo XX, aunque los problemas sigan aún vivos y vigentes en esta nueva centuria.

La novela de Vásquez es una mirada exquisita y soberbia del nacimiento del narcotráfico en Colombia que no solo agudizó las relaciones con los Estados Unidos, primer destino de la droga que salía del país, sino que a causa de su ilegalidad condujo a sus principales productores y exportadores a una guerra contra el pueblo, el Estado, las instituciones burocráticas y la misma comunidad internacional.

Es una obra exquisita porque a través de un lenguaje decoroso y poético, y con un dispositivo narrativo sencillo y sin grandes artificios, logra transmitir al lector ese sentimiento de zozobra y miedo que marcó a la época. Quizás la misma razón la convierta en una obra soberbia. Pero habría que agregar que muy pocos escritores han logrado plasmar con un mínimo de éxito el sentir de una época que vio morir junto a sus vecinos y familiares, la paz y la esperanza.
Sin embargo, es menester preguntarse, cómo sintetiza Vásquez esa realidad colombiana, sin renunciar a los hechos cruciales y paradigmáticos, pero creando una singular pieza de arte que merezca la distinción de obra poética. Esta reflexión apunta a responder esa pregunta, no de manera precisa y concreta (tarea que demandaría un juicio bastante elaborado), pero sí analizando aspectos particulares, desde la visión hegeliana de la representación. Por un lado, nos ocuparemos de estudiar tanto la universalidad como la singularidad de los elementos que integran la obra, con el fin determinar la presencia de lo bello artístico. Asimismo, será necesario reflexionar sobre las estructuras de la acción y la imagen del héroe, como ideas seminales para un estudio más amplio y riguroso de la novela colombiana del siglo XXI.

Lo primero que habría que decir es que El ruido de las cosas al caer es una historia de ficción, que tiene como escenario una Colombia real que vive la problemática del narcotráfico, pero con personajes extraídos del espíritu creador de Juan Gabriel Vásquez. Dos sujetos protagonistas viven la época de los noventa después de la muerte de Pablo Escobar; uno de ellos el abogado y docente Antonio Yammara; y el otro Ricardo Laverde, un piloto que vivió la bonanza de la marihuana, pero que vio caer su imperio al ser capturado por la autoridades de los Estados Unidos y condenado a más de 20 años de cárcel. Los demás personajes, Aura, Elena, Maya, Mike, entre otros, sintetizan el sentir de distintos actores de la época que incluye a los protagonistas criminales (Mike) y a los inocentes (Aura, Elena y Maya) que de manera indirecta sufrían por la inestable situación del país.

El narrador de la novela es Antonio Yammara, un hombre nacido en 1970, de profesión abogado y de oficio docente. Curiosamente, nace en la misma década de Juan G. Vásquez, por lo que comparten el mismo territorio, las mismas tragedias, el mismo contexto social, político y religioso. Para su creación, es posible que Vásquez hubiese necesitado tan solo rememorar sus propias historias de niñez y juventud; aprehender esa experiencia personal y trascenderla de una simple anécdota a una historia de novela. El ruido de las cosas al caer se caracteriza por no tomar de la realidad los grandes hechos y convertirlos en protagonistas, sino que se retrae a una profusión de contingencias y singularidades que toman como escenario la realidad que fue, en su ser esencial, pero con una sustancialidad inmanente y autónoma en sí misma.

No es una novela sobre la muerte de Lara Bonilla, ni Luis Carlos Galán Sarmiento. No es la tragedia de Guillermo Cano ni la persecución de Pablo Escobar; pero indudablemente estos personajes aparecen para dar margen de maniobra al relato y poder consolidar el verdadero ideal al que quiere llegar el autor. La primera imagen de la novela corre por cuenta de unos hipopótamos que merecen la pena de muerte por los estragos causados a la población. No es gratuita la aparición de estos pintorescos animales, puesto que toda una generación nació, creció y vivió con el referente de la Hacienda Nápoles que albergó a estas y otras especies exóticas traídas al país por Escobar.

El juego que pretende Vásquez es el mismo que delata uno de sus personajes: “Así que yo sabía bien a qué animales se refería aquel hombre” (Vásquez 11). Todos sabían a qué animales se refería, todos sabían quién era su dueño, todos lo sabían todo. Más adelante, incluso, en uno de los capítulos más reveladores de la novela, Yammara se da cuenta de que Maya Fritts, al igual que él, visitó a escondidas la Hacienda Nápoles, como quizás lo hicieron muchas personas o como quizás lo soñaron otras tantas.

En esencia, esa identificación entre los dos personajes es la misma que deberían sentir quienes leen la novela de Vásquez y vivieron el tiempo que en ella transcurre. De esa manera, podríamos decir que el escritor está pensando en el público concreto al que va dirigida su proyección de espíritu. Porque el autor lo que pretende es singularizar ese acontecer nacional en la caracterización de su población, en dibujar las estructuras del sentir que se dieron origen en medio de esa desgarradora situación. Por eso, la sustancialidad de los personajes guarda una relación estrecha con el sentir de la época.

En Hegel, se entendería en los siguientes términos: “lo externo debe concordar con algo interno que en sí mismo concuerde y precisamente por ello pueda revelarse en lo externo como sí mismo” (Hegel 116). En la obra, los crímenes y magnicidios habían vertebrado y marcado para siempre la vida de los personajes, como seguramente ocurrió con todos los colombianos de entonces. Pero en ella, se da una inmanencia, inevitable e imperiosa, que le da su ser esencial como obra de arte.

Sin embargo, para profundizar en el tema tendríamos que analizar en Vásquez la propuesta de Hegel en cuanto a los destinos que debe tomar el arte como captadores del objeto en su universalidad. Según el autor, es necesario “omitir en la apariencia externa (…) aquello que para la expresión del contenido resultaría meramente exterior e indiferente” (Hegel 123). Lo universal en la obra de Vásquez son los sentimientos en torno a la violencia, los impulsos que son producto de la desgarrada realidad colombiana que configuró el carácter y la identidad de toda una generación, basada principalmente en la desconfianza, el miedo, la indiferencia y el silencio aterrador frente a un mundo poco promisorio que se derrumba desde las bases y revela una serie de crisis insondables que van desde el sujeto mismo, hasta las sociedades y culturas, subrayando en lo esencial, a las instituciones como fracaso absoluto de la moral contemporánea.

Pero esa universalidad también tiene que ver con el retorno al pasado que en El ruido de las cosas al caer se presenta problemático.
Para Hegel, esa retrospección tiene la ventaja de alcanzar la universalización, porque permite al escritor renunciar a su presente en el cual se sentiría oprimido y cohibido por las fuerzas de la fidelización. Pero Vásquez plantea como escenario de la novela, la última década del siglo XX con algunas referencias a los años 70 y 80.

El problema, básicamente, es a nivel histórico colombiano, porque los temas de los que trata la novela no han caducado aún. Quizás se diezmaron los ataques terroristas, las muertes políticas de líderes y caudillos; pero el discurso de la guerra contra las drogas, que en la novela se escucha por primera vez en el discurso del presidente Nixon, es todavía tema de discurso del presidente Obama. La vida ostentosa que quiso llevar Ricardo Laverde con los dineros de sus negocios ilícitos, es la misma que muchos pequeños narcotraficantes llevan hoy en día. Incluso, existen personas como Elena Fritts, que de manera desinteresada se dedican a buscar ayudas y gestionar recursos para la gente pobre.

Esto conlleva a pensar que una novela como la que nos ocupa se adelanta en el tiempo a retratar un problema sin fin, que quizás adquiera en el futuro nuevos matices que lleguen a deslegitimizar las actitudes y sentires que aparecen en ella.

Pero hace bien Juan G. Vásquez en mostrar una radiografía intelectual y moral de ese momento histórico. Lo hace, depurando historias y personajes; creando su propio relato; marginando otros tantos problemas en Colombia como las guerrillas, el desempleo o las guerras bipartidistas que sí despertaron el interés literario de otros autores. Su motivación es, básicamente, la moral resignada y contemplativa de los colombianos que vieron nacer, crecer y desarrollarse, al mostro del narcotráfico, sin tener el valor y las agallas para detenerlo.

Cuenta el narrador que ante la muerte de Álvaro Gómez, «nadie preguntó por qué lo habrían matado, ni quién, porque esas preguntas habían dejado de tener sentido en mi ciudad, o se hacían de manera retórica, sin esperar respuesta, como única manera de reaccionar ante la nueva cachetada» (Vásquez 9). Pero esa actitud pasiva, y esa misma cachetada la recibió Elena Fritts en el instante mismo en que se enteró de los negocios turbios de su esposo, que le importaron un poco, pero que logró superar en poco tiempo al conducir una hermosa camioneta blanca y soñar con construir su casa en terrenos baldíos adquiridos, quizás, de manera ilegal. Por eso la detención de su esposo no la cogió por sorpresa, ella se lo había manifestado a él; y su estrategia emocional de darlo por muerto sería el mejor aliciente para su alma. Ese sentimiento no es extraño en muchos colombianos, que toleraron los negocios ilícitos aprovechándose de sus beneficios.

La droga, por lo tanto, se convertiría en tema central de la novela por la relevancia que tuvo en el siglo anterior. La figura de Mike Barbieri, como contacto directo con los socios en Estados Unidos, llegó por casualidad a la vida de Elena y Ricardo y se convirtió en el inicio de una serie de eventos desafortunados, que terminarían con la detención de Ricardo y su condena por el tráfico de Marihuana. Incluso se menciona la coyuntura del país americano y los cierres que se estaban presentando a causa de este mal.

Pero Ricardo Laverde no ve nada extraño ni peligroso en su negocio, por el contrario, le dice a su esposa que “la cosa va a ser legal tarde o temprano” (Vásquez 142). Sin embargo, hasta el día de su muerte eso no había sucedido. Por el contrario, queda la misma incógnita sobre los autores intelectuales de su homicidio, el de Mike y el de muchas víctimas que no lograron sobrevivir en ese mundo ambicioso, desleal y competitivo.

Hasta ahora, pareciera que la obra de Vásquez apunta a una subjetividad artística que pretende poner de relieve los problemas y costumbres de su país y su tiempo como únicos válidos para la creación. Pero la tesis que queremos defender en precisamente la contraria. En El ruido de las cosas al caer hay una fidelidad histórica relevante por todas las precisiones que hasta ahora se han mencionado.

Pero su relación con la exterioridad es objetiva en la medida en que las cosas exteriores constituyen la parte subordinada de un contenido verdadero, imperecedero y universal. Los términos de Hegel al respecto son perfectamente aplicables a la obra: “la representación de la peculiaridad de una época puede ser enteramente fidedigna, exacta, viva y también absolutamente comprensible para el público actual, sin por ello salir de la ordinariez de la prosa y devenir en sí misma poética” (Hegel 197). Tomemos algunos apartados para ejemplificar.

Los primeros acontecimientos relevantes de la novela ocurren en el tradicional barrio de Bogotá, La Candelaria. El mismo que ha servido de escenario a muchas de las novelas colombianas, por no citar a otro grupo de poemas, películas y obras de teatro. El centro de la capital ha sido referente indiscutible para los artistas; Fayad, por ejemplo, sitúa en este mismo espacio sus obras Los parientes de Esther y La caída de los puntos cardinales, Osorio Lizarazo su Casa de Vecindad y Miguel Torres La siempreviva. Muchos elementos emblemáticos se dan cita en la novela de Vásquez: la tradicional foto de la carrera séptima, los trancones en la calle 100, las pensiones de La Candelaria, el Café Pasaje de la Plaza del Rosario, etc. Pero esos elementos no son más que exterioridades, porque el fin único de su ser en la novela, es el de representar una realidad efectiva, no limitándose solo a ello, sino sublevando los temas espirituales que realmente conciernen al artista.

Como otro ejemplo, podemos tomar el fragmento que presenta la muerte de Álvaro Gómez. Hay algo importante en este magnicidio y es el hecho de resaltar la nueva estructura del sentir que se produjo con la aparición de los medios masivos de comunicación. Esta y otras escenas trágicas de la vida nacional habrían sido menos dramáticas sino fuera por el desenfreno mediático que se dio en televisión, radio y prensa. Dice el personaje narrador, con total acierto, que la muerte de Luis Carlos Galán fue distinta a las demás, porque las imágenes pasaron una y otra vez por televisión hasta convertirlas en parte del imaginario colectivo de la época. Más adelante, Maya Fritts vuelve a retomar el tema de los medios de comunicación, pero ahora como único camino para el pasado.

En su caso particular, unas viejas revistas Cromos le recuerdan el abolengo al que perteneció su familia paterna llena de pilotos exitosos. Por último, esa incursión de los medios de comunicación, ahora en particular con la televisión, sirve para mostrar el grado de influencia que tuvo en la unión familiar y la educación de las nuevas generaciones. Leticia, la hija de Antonio y Aura, crece viendo los Muppets y Peter Pan, que junto a otros personajes serán sus nuevos referentes éticos, morales y educativos. Lo que demuestra el verdadero grado de incursión de los medios en la formación del nuevo espíritu nacional, forjado sobre lo mediático.

La primera y más terrible consecuencia es la ya descrita pasividad del pueblo que desde la comodidad de su hogar ve como el mundo se derrumba a cientos de kilómetros y piensa que es un mal ajeno que no necesita combatir y al que, por el contrario, debe huir de manera rápida y desenfrenada. Pareciera que la televisión y otros medios de comunicación se convirtieron en el nuevo caudillo del pueblo, el que les dice qué pensar y cómo hacerlo, qué hacer y qué no. Es la circunstancia universal del mundo, es la manera como se dan las cosas en la época, es el resultado del progreso tecnológico y la alienación mental.

Los sujetos pertenecen a ese orden social subsistente que les impide desligarse de un contexto inmediato marcado por lo social, lo político y lo religioso. Un contexto en el cual, se sembró la cultura del miedo y la represión. El mensaje que mandaron los capos de la droga no era otro que la muerte como destino final para quienes se interpusieran en sus maquiavélicos proyectos. Ese mensaje llegó con las muertes y magnicidios descritos anteriormente, con el asesinato del propio Laverde, incluso el de Mike. Pareciera, entonces, que el país y sus habitantes estaban condenados a la amnesia total; el solo hecho de recordar el pasado podría destapar y agudizar las heridas.

Pero lo interesante de la obra de arte, y en esa categoría podemos incluir la obra de Vásquez, es que esa circunstancia universal dada es la que obliga a los sujetos a aventurarse y luchar con el orden establecido. Diría Hegel que “la grandeza y la fuerza solo se miden verdaderamente por la magnitud y la fuerza de la oposición” (Hegel 132). Yammara, a diferencia de los demás, trata de hacer memoria, de ir a un pasado al que nadie quiere volver, por el dolor que produce. Lucha contra un sentimiento que es casi universal, pero arriesga su vida, su matrimonio, su propio ser en el mundo, por revivir una historia que le fue negada, y que ahora intenta reconstruir visitando lugares de su memoria, lugares de su país, lugares oscuros de las personas, adonde ni ellas mismas quieren volver.

Él mismo fue víctima de una guerra a la que “no pertenecía”, y el mundo se mostró ante sus ojos cruel y despiadado. La violencia le quitó la movilidad, el placer sexual, la tranquilidad, el sosiego; lo convirtió, según el dictamen médico, en un agorafóbico. Y aún así, forjó una voluntad superior que le llevó a rememorar ese pasado que tanto daño le había hecho. Esa situación lo volvió inestable y vulnerable; pero a la vez lo convirtió en el héroe moderno colombiano, el que lucha contra las fuerzas violentas, en pro de la verdad, la memoria y la reconciliación.

Por eso, Antonio Yammara es el narrador en primera persona de la novela. Es el héroe y protagonista, porque ahonda en el problema de la memoria, sus dificultades y problemas. Pero no lo hace desde su propia experiencia de vida, sino desde la vida de Ricardo Laverde, el mismo al que odió y culpó por su trágico destino. Todo el mundo se opuso a los fines de Yammara, su propia esposa, Aura, quien sufría día a día con las obsesiones de su esposo y con el abandono repentino cuando él decidió, sin más, visitar La Dorada en busca de la hija de Laverde. Se opuso en principio la señora Consuelo cuando se negó a atender la visita de Antonio dos años después del homicidio.

Se oponía su propia naturaleza que lo dejó con limitaciones físicas severas. Pero lo que caracteriza a esta novela, es la colisión que tiene como base la violación consciente y derivada de la consciencia, puesto que a pesar de todo, Yammara se convierte en un héroe transgresor.

Lo mismo podríamos decir de otros personajes. Ricardo Laverde, en sus años de juventud, quiere romper con el orden moral, social y familiar. Renuncia a la tradición consanguínea que se vanagloriaba de estar en medio de círculos sociales poderosos y ostentosos. Renuncia a la legalidad como medio de supervivencia y se adelanta al pensamiento de época, al proferir un discurso severo y concreto sobre la futura legalización de las drogas. Elena Fritts es una mujer arriesgada, liberal, que dejó su pasado americano, para empezar una nueva vida en Colombia, como miembro de los Cuerpos de Paz, luchando por los pobres y desamparados del país. Por ser mujer, era menospreciada en las instituciones oficiales a las que acudía en busca de apoyos, pero sus ideas revolucionarias encontraban siempre eco entre el pueblo.

Es descrita en la novela como una mujer moderna que ni siquiera quiso tener el apellido de casada. Aura Rodríguez prefiere vivir el drama de ser madre soltera a sufrir al lado de un hombre impaciente y obstinado. También es extranjera, de origen libanés, y es quizás el único personaje con una marcada tendencia religiosa; la misma que Antonio quisiera evitar para su hija Leticia. Es posible que cada lector logre encontrar en los personajes una proyección de sí mismo. Pero al tratarse de una obra objetiva, lo más conveniente es renunciar al falso postulado de querer tenerse a sí mismo ante sí con sus particularidades y propiedades meramente subjetivas.

Pero en la obra de Vásquez, como se mencionó en otras ocasiones, sucede que la proximidad del tema de la obra con el presente del país hace inevitable esa confrontación de saberes y experiencias. Quizás sea un determinismo hegeliano que no menosprecia los demás elementos de su teoría estética y que permite hacer una lectura consecuente de una obra moderna y contemporánea como la de Juan Gabriel Vásquez.

Bibliografía

Hegel, G. W. F. Lecciones sobre la estética. Madrid: Ediciones Akal, S.A., 2007.
Vásquez, Juan Gabriel. El ruido de las cosas al caer. Barcelona: Alfaguara, 2011.

Por: Edwin Toro Rengifo