El “dadaísmo” representa, en el ámbito del arte, una de las llamadas vanguardias históricas. Si bien comparte diversos elementos característicos con el resto de estos movimientos de principios del siglo XX, se destaca por llevar hasta las últimas consecuencias el sentimiento de asco por la guerra, la razón y las reglas tradicionales de cualquier tipo. Se trata de una negación de todo que se convierte de alguna manera en una afirmación de la nada, una afirmación, entonces, de la libertad absoluta del hombre.
En perspectiva histórica, nos situamos en plena Primera Guerra Mundial. Mientras Europa sufre los horrores y las masacres más imponentes, Suiza, en medio del conflicto, se mantiene neutral. En Zurich, un grupo de jóvenes procedentes de diversos países inician un movimiento de ruptura y de ataque agresivo a los valores morales reinantes. Se encuentran en el cabaret Voltaire y allí gestan y organizan ideas y espectáculos bajo la denominación “Dadá” que producen la indignación de la burguesía tradicional y conservadora de ese país.
y es que el arte dadaísta trata de burlarse de la burguesía en general y del artista burgués en particular. Para iniciar un análisis del dadaísmo parece útil marcar un aspecto que a simple vista puede parecer sólo un hecho anecdótico, pero que permite comprender mejor el fenómeno general: DADÁ no significa nada. El propio Tristán Tzara, fundador del movimiento, dirá que pueden buscársele significados a este término pero que en verdad no tiene pretensiones de contenido en sistema del lenguaje.
La negación del significado, o mejor, la intención explícita de que el nombre del movimiento se caracterice por este hecho implica un ataque al lenguaje mismo, testimonio patente de la tradición social y de las reglas (de sintaxis, de gramática en general). El dadaísmo postula una realidad vaciada de reglas ya que las reglas no entienden al hombre, que es un individuo, un sujeto caracterizado por el caos y el desorden. Las reglas vienen a generalizar entonces sobre una subjetividad que las excede por definición. Debe decirse que no se trata de reglas jurídicas solamente, que no son las más importantes en definitiva, sino de normativas de todo tipo: reglas sociales, costumbres, tradiciones, reglas estéticas y todo aquello que se le impone al individuo.
El hombre dadaísta, en este sentido, es un hombre que se rebela contra todo sistema. En palabras de Tzara: “Yo estoy contra los sistemas: el único sistema todavía aceptable es el de no tener sistemas”. En esta frase y en muchas otras se propone un hombre destructivo pero no una destrucción sin motivo. Desde el dadaísmo el hombre es consciente de su insignificancia existencial manifiesta y, no a pesar de ello sino por ello, es vital y activo y propone arte. Y aquí surge una crítica directa al arte tradicional: el arte nuevo es un arte incomprensible, azaroso, fuera de toda convención, que no dará satisfacción a los críticos ni a las masas sino que será propio y egoísta.
Se debe aclarar que la destrucción absoluta de los valores y de la razón en general no supone la ausencia de moral sino una moralidad nueva. La civilización, consideraban los dadaístas, aplasta al hombre, tanto en sentido figurado como literal si tenemos en cuenta que esta vanguardia se inicia en plena Primera Guerra Mundial, es decir durante el horror más grande que la humanidad había presenciado hasta el momento. En oposición a esto, se habla de una “moralidad absoluta” que supone un sujeto que no obedece más que a su propia naturaleza (que no es lógica ni racional) y que no reconoce historia ni belleza eterna. Se reinventa a cada momento bajo “la dictadura del espíritu” y entonces el arte por fin se encuentra con él de modo directo.
La realidad es mirada por este sujeto como unos procesos contradictorios, azarosos e incontrolables y a partir de ellos hace arte. El “método” propuesto por Tzara de recortar las palabras de una noticia, mezclarlas, sacar una por una y ponerlas en el orden en que salen para crear así un poema, lejos de ser una simple ironía, es una confianza en el azar y en lo contingente que sería lo único que respeta el espíritu del hombre o lo único que lo manifiesta.
Para un dadaísta el arte nuevo debe asumir que el concepto de hombre es una mentira o una contradicción. Por ello el arte es ahora visto como un gesto, una protesta activa y no ya como un producto o un plan estético. Esto es lo que hace que el dadaísmo se oponga al resto de vanguardias: este movimiento no establece planes o ideales para la creación. No importa la “obra” sino el acto de provocar y fisurar el sentido, allí funciona y se desenvuelve. Se deduce de ello que la misma obra no tiene un sentido o un significado interno, una lógica interna; las creaciones dadaístas serán, por consiguiente, una mezcla exótica de recursos indefinibles cuyo mensaje (si se puede hablar de un mensaje) es justamente la ausencia de contenido: esa es su forma de provocación.
De esta manera Tristán Tzara y los demás exponentes del movimiento abren una grieta al pensamiento de su siglo tal que, si bien era imposible que se continuara a sí misma como “tradición artística” por su propio desprecio a la tradición y su falta de preceptos estéticos, sí deja grandes preguntas a la razón como modo de vida y abre la puerta al desarrollo intelectual posterior.
El legado del dadaísmo se manifestó, por citar algunos ejemplos, en otras vanguardias como el surrealismo y en corrientes filosóficas como el existencialismo de Sartre (que retomará y analizará la cuestión de la nada como condición del sujeto). Por otra parte, también se puede apreciar su efecto en movimientos sociales posteriores como el Mayo Francés a través de sus consignas libertarias que, en perspectiva, revolucionaron el pensamiento político.
Escritor: Federico Alcalá
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