MOMPÓX, UN MONUMENTO AL OLVIDO

Y desperté aquella mañana, con la nostalgia que me producía pensar que esa, era la última vez en el año que tenía el mar frente a mis ojos; ahora, tendría que invadir nuevos kilómetros y mis ojos debían enfrentarse a nuevos horizontes; así, con la esperanza cargada y las maletas postradas en el baúl de una van, empezaba a abandonar a Sucre que me acogía en sus brazos cada año, y así, fueron pasando frente a mis ojos tantos caseríos, pueblos y estaderos; además de la fauna otoñal que presentaba el paisaje por esa época, y así mismo, quedaban atrás kilómetros y kilómetros de asfalto y rayitas amarillas punteadas y sin puntear.

De repente, Bolívar frente a mis ojos, límites fronterizos que no precisan fronteras en sí mismos, un límite que marcó el guía y la valla informativa cuyas letras grabadas en color negro decían: “Bienvenidos a Bolívar”, luego de un largo recorrer de la vía encontré a Magangué y al oír solo aquella unión de fonemas, mi mente trajo al momento una reconocida canción de cuyo coro sólo podía recordar “Eeh Magangué” fue entonces el primer encuentro del día con el río Magdalena, sin embargo; no podía descender de la van en cualquiera de sus tramos, necesariamente tenía que hacerlo en el puerto donde el ferri cuyo nombre no alcanza a mi memoria nos llevaría al que fuere el destino de aquel día.

Entonces, subí al planchón, puse mi trasero en una hamaca cuyo color violeta parecía desvanecido bajo el rayo de sol, esperé que cada automóvil ocupara su lugar y súbitamente vino la sensación de movimiento a mis sentidos, mis ojos, pudieron presenciar el movimiento del agua bajo los motores fortalecidos de aquel medio, y el sol, descubría las tonalidades que traía la corriente que nos conducía nos acercaba a la “isla” cobijada por los brazos del Magdalena. Finalmente, se detuvo el planchón. Y descendí justo en frente de los caseríos rodeados de arena y cuyo polvo rosaba mis mejillas bajo el violento sol de la tarde. De nuevo, me adentré en el automotor que nos conduciría al destino que se alojaba en mi ansiedad, Mompóx, así que de nuevo el movimiento del auto alcanzó a mis sentidos, sin embargo, antes de llegar allí, mis ojos se cerraron hasta encontrarme en un profundo sueño.

De repente, una voz: “hemos llegado a Mompóx” y al abrir mis ojos, mi mirada chocó frente a una casa pintada de color blanco, de corte colonial, en cuya puerta avistaba un pequeño trozo de papel que decía: “Minutos a $200” ya comenzaba a caer la tarde, pero aún el calor del día, se sentía en el ambiente, o quizá era sólo mi cuerpo quien lo percibía. En cuestión de minutos, la VAN se había detenido en una esquina, no sé dónde, sólo sabía que era Mompóx, al descender de ella, tropecé casi de frente con una tablilla de unos alimentos aparentemente extraños de color blanco, empacados de forma individual en bolsas transparentes, inmediatamente mi mirada empezó a escudriñar algo más, una brillante olla de aluminio que contenía algo muy parecido a un trozo de longaniza y que luego descubrí no era longaniza.

Queso de capa y butifarra momposina eran los dos descubrimientos etnocentristas que chocaban en mí, era algo tan típico que para una turista exigente como yo produciría diarrea, y que quizá, si buscaba luego un alimento que congraciara con mis costumbres, tan sólo me vería expuesta a una flatulencia. Fue entonces cuando me sumergí de nuevo en el mundo del turista y todo lo que implica, el hotel, las maletas, las llaves, la habitación, la ducha, el ventilador, y el tour panorámico. tinto, o mostaza; ¡quien sabría los gustos del local! Y luego, detallé algo que mis ojos no habían encontrado en otro lugar por lo menos hasta esos días. Los andenes, granados de escaleras pues su altura solo se podría alcanzar mediante ellas.

Unos pocos balcones y muchos, muchos resquebrajamientos del color. En ese momento, sentí como si hubiese estado pasando frente a una fotografía que ha sido consumida en el álbum del abuelo; bruscamente, mi reflexión se vio interrumpida por la orgullosa voz del conductor de dicho Moto-taxi: “¡y somos patrimonio de la humanidad!” justo, cuando pasábamos frente a lo que fue la aduana, pero ya no era, y así, la casa del famoso poeta Calendario Obeso, que fue; pero ya no era, El Claustro de San Agustín, que fue; pero ya no era, los negocios del “malecón” los que fueron pero ya no son; fue entonces cuando sobrevinieron las miradas de momposinas, y vi en ellas las esperanzas del recuerdo, los esfuerzos comunes por salvar sus bienes del olvido; hecho que comprobé cuando quien conducía el moto-taxi, se detuvo frente a uno de los talleres de filigrana más emblemáticos del lugar; me hizo descender y se despidió diciéndome: “éste es el último monumento y remedio que tenemos contra el olvido, las manos del artesano que se resiste a ser una parte más de lo que fue, pero ya no es”.

Escritor: Lizeth Fernanda Ortiz Bustos

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