UN VIAJE AL PASADO

Desde que tengo memoria, me he interesado por la historia de Colombia y de Latinoamérica, ya sea porque pienso que el desarrollo de un país debe estar sujeto al conocimiento de su pasado para aprender de los errores cometidos, o bien porque siento que es la manera de buscar mi propia identidad.

Sé que en la reconstrucción de cualquier tipo de acontecimiento, más si remite a un pasado lejano, existe mucha especulación por la carencia de registros que nos conduzcan a esclarecer los hechos; pero, después de la experiencia que tuve, he logrado comprender, en alguna medida, el periodo histórico en que los colonos empezaron a dominar los territorios indígenas. Aunque existen infinidad de escritos y documentos que nos pueden ilustrar sobre el tema, actualmente, en el siglo veintiuno, es posible presenciar y vivir lo que aconteció en esa época. Pensarán que me falta cordura a causa de lo que estoy sugiriendo. Pero, si alguna vez tienen la oportunidad de viajar al territorio en el que estuve durante tres años, estarían de acuerdo con cada una de mis palabras.

Cuando uno ha pasado la mayor parte del tiempo en la ciudad, como fue mi caso, es asombroso ver una tierra que está tan distante de lo que comúnmente llamamos civilización. La selva, lo animal e inhumano con lo que la asociamos, es un mundo que a algunas personas les produce escalofrío. Puesto que media el desconocimiento, la idea que se tiene de allí es la que nos muestran los programas de televisión, en los que generalmente se crea una atmósfera de peligro en torno a estas zonas, ya que se habla de los animales feroces que atacan, de los diversos insectos que con su veneno podrían llevarnos a la muerte y otra suerte de riesgos. Por circunstancias de la vida, tuve que emprender un viaje a un corregimiento en medio de tan misterioso lugar.

En el departamento del Amazonas, ubicado a orillas del río Caquetá, en la frontera con Brasil, se encuentra el corregimiento de La Pedrera. Para llegar a allí desde la capital del país, debí tomar una avión a la ciudad de Leticia y luego una aeronave más pequeña hasta el corregimiento. Al comienzo es difícil adaptarse por distintos motivos; el más complejo de todos lo constituyen los tabúes que uno lleva consigo, debido a la formación en una cultura urbana. La diferencia climática, húmedo, es otro factor determinante; y otro igualmente complicado, fue la fiesta que hicieron los mosquitos con mi cuerpo. Sin embargo, con el pasar del tiempo, ellos se vuelven amables o simplemente uno deja de apetecerles. Una vez superada la mayoría de estas barreras, cambia la visión que se tiene de la selva. Se entra en una etapa de contemplación en la que uno se maravilla del hermoso paisaje verde, del río, de las aves y de todos los animales.

Después de un largo tiempo, me encontré de frente con arañas venenosas, escorpiones, víboras y nunca me atacaron, y vi la facilidad con que un nativo puede quitarlos del camino. Estos hechos
me hicieron reflexionar acerca de lo que significa ser salvaje, en cuanto a su relación con el actuar de forma irracional o cruel, también sobre lo que representa para nosotros estar en peligro de
muerte en la selva. Cuando se vive en armonía con la naturaleza, uno puede apreciar que ningún animal ataca como salvaje, solamente lo haría por defenderse, o por hambre, y ninguno de ellos come humanos; creo que no somos un plato muy estimado. Ningún peligro acecha en este paraíso.

Una vez mi perspectiva de la selva cambió y me reconcilié con la naturaleza, aprendí a valorar a los nativos, quienes conviven con todos los seres que habitan en ella sin necesidad de destruirlos. Fue
entonces cuando me detuve a pensar que estaba viviendo en otro siglo, en donde, a pesar de ya estar inmersos en la cultura de los colonos, los indígenas aún tienen costumbres ancestrales. Es
claro que, a la llegada de los españoles, éstos estaban seguros de tener la autoridad para decidir el destino del pueblo indígena, pues sus condiciones históricas los mantenían en la idea de que el
poder y la razón los tiene quien tenga las mejores armas.

En La Pedrera se vive actualmente la etapa en la que el colono ya se ha asentado y convive con el indígena, oponiéndose a las costumbres nativas e imponiendo las suyas. Se ven los abusos de la
esclavitud por parte de algunos blancos, quienes ponen a trabajar al indígena de domingo a domingo durante más de dieciséis horas sin ninguna remuneración. Diariamente les dan sermones en los que los atemorizan, si osan emitir alguna queja frente a las injusticias que se cometen con los trabajadores. Se realizan fiestas en las que los emborrachan, forma arraigada de convencer los a lidiar con su desgracia, si recordamos lo que nos cuenta La vorágine. Aún se trata de salvajes y animales a quienes no están de acuerdo con las convenciones extranjeras.

Si alguien pretende ayudar al nativo enseñándole la existencia de una Constitución Política con la que pueden defender sus derechos, de inmediato el colono se opone a esto, con el argumento de que esas leyes no existen en La Pedrera; pues es claro que en este territorio todavía rige la constitución de 1886 y el proceder anterior a la asamblea constitucional del año de 1991.

Es por todo ello que, durante estos tres años de mi vida, me sentí, en retrospectiva, viviendo lo que nuestros antepasados debieron vivir. Fue una experiencia que me conmovió en lo más profundo, pues hay una gran diferencia entre leer la historia y presenciarla; y queda cierta frustración porque, es muy poco lo que se puede hacer para evitar la desaparición de las costumbres que, como a otras culturas, les está destinada.

Escritor:  Maritza Hernández León