Hace un mes escribí una carta, a mano, la metí en un sobre y la envié sin saber si iba a llegar a su destino, dado que al no conocer el domicilio la dirigí al departamento de la universidad en la que hace un par de años se había jubilado como docente el destinatario de la misma, como el mensaje de un náufrago lanzado al mar en una botella. Pero no quería que nadie me salvara de una isla perdida, únicamente se trataba de un folio en el que expresaba el agradecimiento que he sentido por las clases que nos dio un profesor durante dos cursos, los previos a la entrada de la universidad, hace ahora treinta años. Evidentemente, aquel hombre de un pequeño valle leonés no hacía su trabajo con el objetivo de que nosotros sus alumnos se lo agradeciéramos, ni entonces ni años después. Sin embargo, con el tiempo acabé siendo también yo profesor, y siempre pensé que le debía una nota de gratitud no sólo por lo que nos había enseñado, sino también por ser un modelo de persona, que nos animaba a ir a conferencias, recitales poéticos y hasta conciertos. Ya en la facultad asistí a su defensa de una tesis doctoral brillante, y la última vez que nos vimos, a principios de los noventa, acababa de obtener una plaza de docente en la misma universidad en la que yo había terminado ya mi carrera.
En los últimos años he seguido, en la medida de mis posibilidades y de mi trabajo, las publicaciones de este buen hombre: varios de sus artículos están disponibles en la red -¡bendita sea internet para poder cultivarse uno y poder seguir admirando a quien realmente se lo merece! -, e igualmente he visto cómo salían a la luz varios de los libros que ha ido escribiendo en los últimos tiempos. Además de todo esto, he tenido la suerte de encontrarme con antiguos compañeros de aquellos años y, al igual que yo mismo, también ellos reflejaron en su conversación la huella dejada por el profesor, la admiración que produjo en ellos aquellas clases matutinas que despertaron en nosotros el ansia de aprender las historias de la mitología grecolatina, de bucear en los dramaturgos griegos, de comenzar a pensar por nosotros mismo a partir de las ideas de los primeros filósofos de Europa que se llamaron a sí mismos con esa noble palabra, un tanto devaluada en nuestros días en mi opinión.
Pues bien, hace un par de años leí un texto de un no muy antiguo pupilo de este docente, en algún tipo de celebración o festejo por su jubilación, y en él venía a reconocer algunas de las virtudes que sus antiguos alumnos siempre vimos en él: un amor por el saber, para que el que nada humano le era ajeno, una capacidad pedagógica a prueba de bombas, un respeto por sus alumnos que no era lo más habitual, pero también un afán por estudiar los orígenes de su terruño, de forma que de ahí nacieron no pocos textos dedicados al estudio de documentos medievales, a la búsqueda de palabras de oscuro nacimiento, a revisar la epigrafía y los restos históricos que se encontraban en su lugar de nacimiento. Y, por último, y no por eso menos importante para mí, que había buscando sus libros de poesía en la biblioteca central de la universidad, aludía a su quehacer como poeta, labor no muy conocida ni reconocida, por más que a buen seguro le proporcionó ratos placenteros al hombre al que me refiero.
En la época en la que lo tuve como profesor en las aulas no había pizarras digitales, no teníamos los alumnos ordenadores en casa porque ni siquiera existía el concepto “ordenador doméstico”, ni que decir tiene que estaba muy lejos de aparecer internet y si hubiéramos visto las siglas TIC ni remotamente las hubiésemos asociado a nada de lo anterior por la sencilla razón de que nada de ello existía, ni en la imaginación de los más visionarios sabios e inventores contemporáneos. Y, a pesar de ello, se aprendía: éramos más de cuarenta alumnos en la clases, en efecto, se usaban pizarras negras y tiza blanca, se tomaban apuntes y se pasaban exámenes, y la mayoría de nosotros llegó a la universidad, eso sí, en unos tiempos convulsos de huelgas, asambleas y manifestaciones cada dos por tres.
Una década después, el que estaba de pie junto a la pizarra negra con la tiza blanca en la mano era yo, delante de un nutrido número de adolescentes en los que debía intentar, con esfuerzo, humor, y muchas, muchas horas, despertar el amor por la lectura, la pasión que yo sentía por el teatro, por poemas como aquellos que aquel profesor escribía seguramente robando el tiempo a su familia y al absorbente trabajo de preparar clases, corregir trabajos, pensar en salidas extraescolares, etcétera, etcétera. Y durante años y años el recuerdo del viejo profesor quedó relegado a un segundo plano, como los juguetes de la infancia en el desván de la casa de los padres, los cuadernos con poemas adolescentes escondidos en los baúles de la abuela o las cartas de amigos a los que el tiempo separó para siempre de nosotros.
Pero los recuerdos acaban, cuando de verdad merecen la pena, por aflorar a nuestra memoria, y la mención de su apellido, en boca de un alumno que también lo llevaba, pese a ser bastante infrecuente, me trajo a la mente los años de la adolescencia, el despertar de tantas cosas y la voz y la presencia de aquel profesor. Desde entonces leí sus artículos en la red, sus libros cuando pude conseguirlos y, finalmente, como decía al principio, creí que él debía de saber de nuestra admiración y del éxito de su trabajo en nosotros, de forma que cogí la pluma y me puse a escribir esa carta, a mano, lo que no hacía en diez años al menos. Y confío en que le llegue.
Escritor: Jose Maria Garcia