El sacrificio del escritor y la totalidad del placer en el lector

Es clara y a la vez difusa la diferencia entre el lector y el escritor. El segundo debe crear el escenario que el primero disfrutará o rechazará, pensar los personajes y construir el engranaje perfecto de la historia, mientras el lector debe seguirlos, completarlos, en algunos casos co-escribirlos. El escritor debe desarmar su cabeza, desarrollar una idea, que el lector asimilará según sea su criterio. Esto es un doble acto de poder, porque el escritor tiene poder frente a la historia, pero es el acto de lectura el que hace que el lector desarrolle su imaginación, se enamore u odie a algún personaje, sienta infinidad de emociones y se vea reflejado en algunas experiencias presentes en el texto. Esto por lo menos debería darle cierto placer al escritor, tener ese poder; pero es ese mismo poder lo que tanto le pesa, lo que tanto sufrimiento le da, porque en el momento que se deja de escribir el poder pasa al lector, quien puede tomar o rechazar el texto, según el placer que le provoque leerlo.

El escritor u autor escribe para alguien, un alguien imaginado incluso en su propia ficción, porque no lo conoce, pero que lo va creando a medida que escribe la historia, de manera inconsciente porque sabe que lo que escribe adquiere valor en la medida en que es leído. Este lector deberá tomar un carácter activo dentro de la historia que permita empatizar con lo que lee, hay una cuestión de hermanamiento entre un acto y otro, en que se hace necesaria la complicidad, porque incluso habrá “espacios en blanco, intersticios que hay que rellenar” (Eco, 1999, P. 76); y esto le corresponde al lector con sus interpretaciones, conocimientos previos o enciclopedia personal.

Agrega Eco: “El Lector Modelo es el que puede interpretar el texto de manera análoga a la del autor que lo generó (…) Por un lado, el autor presupone la competencia de su Lector Modelo; por otro la instituye. De manera que prever al Lector Modelo no significa solo “esperar” que este exista sino mover el texto para construirlo” ( 1999, p. 81)

El texto por sí solo no basta, necesita de ese lector que le da vida, que lo nutre con sus interpretaciones e incluso lo haga partícipe de su cotidianidad. “Un texto quiere que alguien lo ayude a funcionar” (Eco, 1999, p.76). El lector no solo está adquiriendo conocimiento y atragantándose con las palabras, sino que trabaja a la par de ellas, enriqueciendo el texto y produciendo conocimiento y sentimientos, ya que intenta descubrir lo que dice en realidad, incluso independientemente de lo que su autor haya querido plasmar allí, porque para cada lector puede haber una significación diferente, ya que esto puede variar según sus referentes internos, el texto puede decirle algo al lector que incluso el escritor desconoce, y es esta variante significativa lo que puede llevar a que un lector odie u ame un texto y determinará al final si llegará a la razón misma del escrito, ser leído hasta el final.

El escritor sabe que cuando suelta su escrito el lector puede hacer de él lo que quiera, manipularlo a su antojo, él no estará allí para salvar a su hijo de las pesquisas de su inquisidor, porque aunque dentro de la historia se tracen límites fijos referente al desarrollo, o incluso a los personajes o situaciones, no hay límite para las elucidaciones que quiera hacer el lector, y ante esto su escritor no puede hacer nada, ha perdido totalmente el control. Como escribe Estanislao Zuleta:

“La gravedad de escribir, es que escribir es un desalojo. Por eso, es más fácil hablar; cuando uno habla tiende a prever el efecto que sus palabras producen en el otro, a justificarlo, a insinuar por medio de gestos, a esperar una corroboración” (1985, p. 92)

Desde mi experiencia en los talleres literarios y en las lecturas realizadas, he comprendido que todos los escritores y aspirantes le tienen un miedo silencioso y privado al lector, a ese lector que critica y que en dos segundos puede desbaratar lo que han durado meses en construir, un lector descarnado e indolente que incluso descubra en su obra aspectos que no habían notado, que los personajes terminen hablando y contándole al escritor lo que ellos ni siquiera conocían o no querían que los demás supieran, y que se noten los defectos que él en su ceguera ensimismada de creatividad activa simplemente no vio, y aunque le digan que lo que se está atacando es al texto no a su persona, da igual, el ataque lo sienten directamente como un tiro directo a su ego y esto se reduce a un miedo atroz cuyas manifestaciones pueden variar en un entumecimiento de las piernas, rabia, llanto e incluso sentir que por un instante se paraliza el corazón, ese mismo miedo deriva del deseo de todo escritor de darle eternidad al texto, de intentar alcanzar la inmortalidad, a partir de la permanencia en la memoria del otro, ese otro que es el lector y que para mí tiene el poder, pero eso es lo que me produce más placer; la posibilidad de dárselo.

Me encuentro entonces en la disyuntiva de sufrir al escribir; o de ser solo un aficionado y escribir por el propio placer, por la sola necesidad de hacerlo. La escritura, es un acto que me ayuda a vivir, sin embargo, siento que cada enfrentamiento con un texto escrito es una pequeña muerte. Estoy escribiendo, ya estoy sufriendo, el placer acaba donde la agonía empieza y veo cómo la agonía me da las herramientas para escribir, pues me impulsa a hacer otras búsquedas para nutrir el texto, entonces descubro que no es suficiente escribir por placer, porque el placer me da una comodidad que el sufrimiento me quita, incluso me da un egoísmo con el texto, escribo sólo para mí, ni siquiera mis personajes tienen vida propia porque existen en función de mis necesidades de satisfacción, y el aceptar las acciones y decisiones de los personajes jamás será un acto de placer, porque el ser humano no se deleita fácilmente con las revelaciones de los otros, sobre todo cuando estas van en contraposición a lo que realmente deseamos. Planeamos una historia según nuestro placer o acomodo, pero la historia exige otros giros, o la creación de personajes que no imaginábamos, o que incluso no nos gustan, allí hay una desazón: el placer por sí solo no basta.

Por. Marleys Meléndez Moré

 

Referencias Bibliográficas

Eco, H (1999). Lectura In Fábula. Barcelona: Ed. Lumen

Zuleta, E (1985) Sobre la lectura. En: Sobre la Idealización de la vida Personal y Colectiva y Otros Ensayos. Bogotá; Ed. Procultura. Presidencia de la República

Los comentarios están cerrados.