A lo largo de la historia, la humanidad ha tratado de encontrar la fórmula adecuada para dar solución a las problemáticas que se presentan en la sociedad y hacen su vida más complicada. En este orden de ideas, se han concebido diferentes enfoques para los cuales se ha empleado un sinnúmero de parámetros con los cuales lograr cierto éxito. La realidad es que esa infructuosa búsqueda no ha arrojado los resultados esperados, lo cual ha degenerado en que, por la misma naturaleza del ser humano, exista la ambición y las ansias por detentar el poder, configurándose así una dialéctica entre dominantes y dominados, ricos y pobres, creando un desequilibrio que ahonda, en mayor proporción, las problemáticas que se pretendía erradicar.

Con la llegada de la industrialización, que trajo consigo el desarrollo de las grandes economías mundiales y el subsecuente desequilibrio económico y social que conocemos actualmente, surgieron otras problemáticas que no por ser menos evidentes fueron menos importantes, como la contaminación ambiental y las enfermedades que de ésta se derivan; también el establecimiento de estándares de tiempo que hacían (y hacen) que las personas vivan a un ritmo vertiginoso y somaticen su incapacidad para manejar el tiempo adecuadamente, a través de una oleada de patologías sicológicas y desórdenes mentales que han minado la capacidad de desempeño en los diferentes ámbitos de la vida de los miembros de esta naciente sociedad.

Capítulo aparte merece el inconmensurable desarrollo y avance de los medios y tecnologías de información y comunicación que hicieron de la inmediatez el mejor aliado para acortar grandes distancias e introducir un término que hoy en día es cotidiano como lo es el de “aldea global”. Es decir, todos estamos y pertenecemos a un mundo que está al alcance de quien tenga acceso a las herramientas de información sin importar desde dónde las utilice y con la mayor eficiencia posible. También posibilita poner en evidencia la brecha existente entre los países denominados “potencias” y los pertenecientes al subdesarrollo o tercer mundo.

Enfocándonos un poco en la realidad latinoamericana, podemos notar que ésta resulta un compendio de Estados asimétricos que padecen una problemática similar entre sí pero con posibilidades de desarrollo diferentes, por las condiciones de riqueza o deficiencia en sus recursos naturales, la producción agropecuaria, los sistemas políticos (eficientes o corruptos), etc. Este uno de los escenarios perfectos para enmarcar los llamados “Objetivos Del Milenio” que son, a mi juicio, un sofisma con el cual las grandes potencias pretenden mantener calmados y alienados a los pueblos que claman por equidad en el momento de exigir sus derechos, ya que para cumplir sus deberes, los poderosos ejercen una coerción que los conduce a empobrecerse y endeudarse cada vez más.

Los Objetivos del Milenio parecen ser una utopía desde su misma concepción porque no están basados en proyectos serios con planteamientos concretos sino en meros ideales que acopian ideas de diferentes corrientes del pensamiento, pero que no explicitan los pasos que, como potencias, deben seguir los países desarrollados. Para ser un acuerdo verosímil debe contar con otros elementos que no tiene, como la participación misma de los involucrados en la problemática. Las soluciones no parten como decisiones autónomas de los “benefactores”. Deben ser construidas de manera mancomunada con el fin de llegar con más precisión a las necesidades que se van a suplir y a los conflictos que se van a tratar. Peor aún, debe existir una serie de compromisos verificables por parte de las grandes potencias, por amainar su hegemonía y procurar disminuir, paulatinamente, los impactos negativos que surgen de la explotación indiscriminada que hacen de los recursos naturales del planeta, en especial, de los que se encuentran en los países pobres.

Para encontrar el camino que convierta a los Objetivos del Milenio en una hoja de ruta que se pueda trazar para obtener resultados importantes y duraderos, no paliativos y placebos, es necesario del compromiso y tolerancia de los diferentes sectores que en su construcción intervengan; es tener como punto de partida el reconocimiento de lo que se tiene y de lo que hace falta; del punto hasta el cual se pueden hacer concesiones y la flexibilidad para negociar acuerdos; del interés por el bienestar de todos por encima de los intereses particulares.

Articular soluciones de ese talante, no sólo requiere el beneplácito de los líderes mundiales sino también de las organizaciones que se han gestado en sus Naciones para contrarrestar y tapar de algún modo el vacío institucional que no permite una correcta administración del bien público. De hecho, es imperativo que los líderes mundiales conozcan y sean conscientes del concepto de lo público, de sus implicaciones y características, de conocer otras realidades más allá de las casas de gobierno de los Estados que visitan.

En la medida que el diálogo se convierta en protagonista de la construcción de las soluciones y no solamente el afán de ganar la favorabilidad en la opinión pública de los pueblos desfavorecidos, se avanzará en algo. En la medida que se apoye a las organizaciones que ya están trabajando por construir una mejor sociedad, un mejor país, un mejor mundo, también se lograrán mejoras. El papel de veedores en el cumplimiento de la razón social para la que fueron creadas esas organizaciones debe ser el rol que cumplan los países desarrollados que, actuando como padrinos, acompañen el crecimiento y desarrollo de los programas y que estos sean efectivos para cada realidad en particular.

En conclusión, pretender cumplir los objetivos del milenio, me parece una pretensión que excede la fantasía si no se traduce en acciones concretas y articuladas entre el gobierno, las organizaciones de la sociedad civil y los mismos pueblos que son la naturaleza del acuerdo.

Escritor: Juan David Zapata Molina