Un genio sin precedentes es a mí parecer Julio Cortázar, de quien mucho se ha escrito, de quien mucho se sabe, y a quien muchos nombran de boca, por instinto, pasión o simplemente llevados por la demencia del amor. Hecho escritor por esos azares de la vida; se encontró con su primera hoja en blanco, con su primer verso, con el primer indicio de su demencia, a muy temprana edad, cuando comprendió que aunque presente en este mundo, sus manos, ojos y corazón se hallaban distantes muriendo en los ocasos, creando mundos posibles y haciendo eso que se llama acto escritor y que muchos han querido enmarcar en reglas exactas y correctas para escribir novelas, en épocas y estilos literarios, encasillando a aquellos que han tenido la osadía de hacerse a este bello arte de la palabra escrita.
Cortázar se dejó llevar por las olas de la presunción de hacerse escritor en un tiempo en el que se leía, en un tiempo donde las doncellas practicaban piano y leían a la luz de la vela, a escondidas por aquello de las apariencias; se hizo escritor en tiempo de revoluciones, donde el obrero y el campesino reclamaban justicia, donde el estudiante gritaba en las plazas que quería educación, se hizo escritor en medio de parajes artísticos de calles, terrazas y sótanos llenos de música y demencia. Cuando lees el bello pasaje de los ciclopes escrito por Cortázar en su sorprende obra Rayuela: “toco tu boca con un dedo toco tu boca… y voy dibujándola” se comprende que hay cosas innatas en la vida, como el lenguaje e innatismo es lo que fluía de las manos de este genio; lo perciben con exactitud aquellos amantes del mundo, a los que se llaman incomprendidos que caminan por calles desiertas, que beben vino en sus noches solitarias frente a sus amados libros, Cortázar viene a complementar el deleitoso arte de ser bohemio, de ser invisible en el día, pero constructor de las noches de las urbes capitalinas, al igual que Horacio cuando caminaba por ese Paris fantástico, no comprendiendo el amor que se profesaban con la amaga, deseando las calles de Buenos Aires y el dulce olor del otoño.
Anonadados quedan los lectores ante la majestuosa descripción de paisajes, lugares tan precisos que nos permiten entrar en almas, sentir sus paredes antiguas, toscas al tacto y aun absorber el olor de lo húmedo, de lo antiguo, de lo eterno, que trasciende, aquello que se instaló en la mente del joven escritor de hace más de 50 años, un Cortázar amante de los gatos y la pipa, del buen vino, de ese que se sirve para amenizar las noches poéticas, de ese dulce vino, que en los labios hace exquisito el beso, y su aroma nos recuerda la uva, el cedro y nos lleva a la distancia de nosotros mismos, a donde sin lugar a dudas somos lo que anhelamos, lo que buscamos con ansias en medio de los rostros de los transeúntes, vino que aprendimos a conocer en el libro que se abrió ante nosotros como diciendo “soy tuyo, poséeme” soy de aquel loco hombre que soñó ser escritor y termino siendo delirante.
Quien no haya tenido la oportunidad de sentir en sus manos un libro de este escritor que no pertenece a ningún pueblo, que se hace cercano en las noches al lado de la cama y en los días fríos cuando el viento acaricia las hojas de los árboles y nos recuerda la triste realidad de las almas solitarias, hoy le invito a tomarse un tiempo, un buen tiempo con el hombre, el escritor, el bohemio, el loco, que se atreva a leer la poesía, el cuento, la novela urbana, que se atreva a adentrarse a un mundo del que quizá nunca más pueda volver a salir, y es que quien no ha tenido la oportunidad de cultivar un Cortázar en su corazón, no sabe que es caminar por laberintos orales y escriturales, llenos de melodías y exquisita música que se hace desde la mirada perdida de un escritor de aquella vieja época en donde los libros valían, valían porque alguien los amaba, los leía y los atesoraba como recuerdo, de épocas que pasan y dejan huella en el alma.
Escritor: Mónica Gómez Méndez