DE “LA NÁPOLES” A LA PANTALLA

En Colombia, Los medios de comunicación, principalmente la televisión, han dado entrada a innumerables bagatelas y espectáculos de ínfima categoría, asunto que se confirma cuando el caleidoscopio de imágenes que se proyectan a través del visor nos transmiten programas que, sin más pretensión que la distracción y el rating, ocupan gran parte de la programación con contenidos homogeneizados de farándula, de novelas, de cuerpos moldeados según el estereotipo reinante y de imprescindibles capítulos por parte de los programas de telerrealidad (reality show), en donde las relaciones interpersonales de los protagonistas dejan de ser un asunto de privacidad y se convierten en juegos conflictivos al destape para el deleite social.

Pero no toda la cuota de pantalla (share) se la llevan estos programas. Existe una tendencia bastante fuerte en las producciones nacionales y es la de realizar series televisivas basadas en historias de narcotraficantes, proyectos que cuentan con un amplio insumo ya que en Colombia se han gestado muchos protagonistas reales en materia de narcotráfico. Ahora, este fenómeno social supera lo delictivo y se convierte en un componente para el espectáculo televisivo, eso sí, sin dejar de hacerse reprensible; al menos eso profesan las redes que se encargan de la transmisión.

Personajes tales como Gonzalo Rodríguez Gacha, Gustavo de Jesús Gaviria Rivero, Carlos Lehder, Jorge Luis Ochoa y sus dos hermanos (David y Fabio) y Pablo Emilio Escobar Gaviria, entre otros, han venido a revivirse como figuras de una leyenda dormida y no por ello irrelevante dentro de la historia colombiana. De mayor filigrana el narcotraficante (pero también político) Pablo Emilio Escobar Gaviria, fue quien situó de rodillas a un país que, en sus propias conclusiones, lo había estado siempre ante el dominio de las oligarquías y las élites políticas dominantes. Con su obrar provocó emociones encontradas que difícilmente pueden asentarse en el corazón de los colombianos quienes todavía oscilan en sus deferencias: El odio, la tristeza, la admiración, el amor, el terror, el agradecimiento, etc. fueron y son, por llamarlo de alguna manera, sentimientos que glorifican, maldicen, condenan y perdonan a este hombre que más que un “Capo” es leyenda, es el máximo exponente de la mafia no solo en Colombia sino en todo el resto del orbe.

Es claro que el exceso de susceptibilidad que las series le imprimen a las historias difumina indudablemente toda posibilidad seria de reflexión y alejan, por tanto, un aprendizaje serio ante el fenómeno en cuestión (admitiendo que esa sea la intención). Es tarea de los televidentes (aquellos que superan el epigrama y el truco de homenaje a las víctimas) procurar, no tanto la verdad, sino la superación del engaño total, el mismo que se impone como verdad.

Digamos que la serie “El patrón del mal” nos ha exhortado y de pronto, en medio del barullo, una o varias preguntas nos colocan en actitud de sospecha. Una de ellas, ¿Por qué Pablo Escobar ocupa un lugar que no tiene equivalente dentro del historial delictivo de nuestra nación? Sin duda, la aparición de éste personaje pone en evidencia la dialéctica clasista en un país donde reinan las desigualdades y las oportunidades se reducen.

En suma, la figura del jefe del Cartel de Medellín representa la tensión ideológica propia entre los polos opuestos que componen una sociedad con tendencia capitalista y dicha tensión se manifiesta en las interpretaciones que se tejen alrededor de éste personaje. De ahí que la evocación del capo genere tanta controversia. Aquí no se habla del vulgar hampón que arrebata carteras, que asalta a los ancianos cuando cobran la pensión, que falsifica relojes, que estafa con artefactos electrónicos llenándolos de arena, que alza con las tapas de los contadores del agua y así otras infracciones de poca monta; hablamos de un caso sui generis dentro de la delincuencia colombiana. Por primera vez se presenta la oportunidad de encontrarnos ante la paradoja sin precedentes de un criminal con una lúcida conciencia social, con un discurso populista y por ende extraordinario entre los extraordinarios.

Sabemos que nació en el seno de un hogar humilde, que fue hijo de una maestra de escuela y un de celador, que Rionegro es su suelo natal, que simpatizó con las ideas de izquierda desde muy joven, que conoció y se inmiscuyó en los centros de la miseria nacional, que se mantuvo altivo y orgulloso con respecto a su oficio de tinieblas, que no escatimó esfuerzos en la mejora de una calidad de vida para los más necesitados y paradójicamente fue ese mismo altruismo el que dio inicio a su condena.

Y si nuestra meditación, aupada por un grito en el desierto, nos genera un nuevo interrogante ¿Y toda la gente que mató Pablo Escobar? Aquellos que fueron considerados enemigos por parte del Cartel de Medellín y que perecieron en el intento por obstaculizar el camino de un coloso del crimen nunca serán llorados por esa mayoría que conoció de la bondad del capo; a esos los lloran la oligarquía colombiana que pretende compartir su condolencia enalteciendo hasta el martirio a las víctimas de Pablo y sus aliados, y entonces ¿Es justo imponerle a un país que llore la muerte de un hombre cuando aquí fallecen a diario tantos otros y hasta en peores circunstancias? Una cosa es el duelo de la burguesía y otro el de las clases populares.

Un escritor antioqueño, Alberto Aguirre, fallecido hace poco (en 2012), escribió en una de sus columnas aparecida en los años ochenta “… porque señalar la alucinación colectiva no es contradecir, sino decir la realidad”.

Escritor: Walter Morales