Es tan habitual levantarnos de la cama, abrir los ojos y ver, que se torna difícil imaginar las consecuencias de perder esta capacidad. Admitamos que lo hemos premeditado, por lo menos, un par de veces en la vida. Por lo general, pensamos en la posibilidad de que una enfermedad hereditaria, que comprometa la visión, se sacuda y ataque o suframos un deterioro estructural anormal del ojo. Contemplamos, además, el riesgo de un daño accidental de alguna de las funciones de este órgano. Puede suceder, también, que un objeto penetre suficientemente en nuestros ojos y nos arrebate la luz, sí, un cuchillo, un palo, una astilla, una aguja, y todos cuantos podamos imaginar, en los dos ojos, porque quedarse ciego es perder la vista en ambos. Hay tantas otras formas de quedarnos ciegos que no las vemos. ¿Y si súbitamente dejaras de ver? ¿Si todos dejáramos de ver?
Imaginarse una cultura sin ojos, sin duda, es ver lo suficiente. Lo hizo Saramago en su novela Ensayo sobre la Ceguera, publicada en 1995. En ella, los habitantes de un país se quedan ciegos progresivamente. No es oscuridad lo que llega a sus ojos, es una luz blanca la que, detenida en sus retinas, les impide ver durante varios meses. El brote epidémico de ceguera es llamado “mal blanco”. La primera víctima es un hombre que conduce su coche en la autopista y, mientras espera el cambio del semáforo a verde, se queda ciego. En medio del fandango provocado por la quietud del carro, los demás conductores salen de sus autos para ver lo que sucede. El hombre les dice, les grita, que está ciego. Posteriormente, un samaritano se ofrece para conducir el auto del ciego y llevarlo a su casa. Después roba el coche.
El primer ciego contagia al ladrón, luego la mujer del primer ciego lleva a su esposo al médico. Los pacientes que están esperando y el doctor, son infectados, aunque la ceguera aparece horas más tarde; tiene tiempo para incubarse. Este primer círculo es el de los personajes principales de la novela. El primer ciego, el ladrón, la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda negra, el niño estrábico, el doctor y la mujer del doctor. Cuando se conocen estos casos de ceguera, se lleva a cabo una cuarentena en lugares abandonados como hospitales y escuelas. Los ciegos van a una sala y los que tienen riesgo de contagio, a otra. Dichos lugares son como campos de concentración y de exterminio. Los ciegos tratan de sobrevivir al hambre, la insalubridad, las violaciones y la muerte. En el manicomio al que fueron llevados, la mujer del médico es la única que puede ver y sin que los demás, exceptuando a su esposo, lo sepan, se convierte en la líder de su sala y, en importantes ocasiones, de todo el lugar.
Los ciegos eran cuidados por soldados videntes que, por temor a padecer la ceguera, sólo se quedaban a custodiar la puerta, a acercarles la comida y a matar a quien intentara salir. Nunca intervenían en lo que sucedía al interior. Un día el “mal blanco” los alcanzó y desaparecieron. En medio de una rebelión, liderada por la mujer del doctor, para liberarse de los ciegos tiranos, brota un incendio que posibilita la huida. Pasan un par de días en las calles y la mujer del médico comprueba que todos están ciegos y que ha colapsado la ciudad. Buscan comida, hallan sus casas, se lavan y reflexionan. Después de un par de días lluviosos todos vuelven a ver.
Esta novela expone la fragilidad de nuestra cultura que es absolutamente visual. Si nos quedáramos ciegos por un buen tiempo, la vida sería caótica. No habría quién condujera los aviones, los autobuses, los carros, las bicicletas y otros medios de transporte. Los computadores serían inútiles, no encontraríamos nuestras casas y deambularíamos desorientados por nuestra ciudad; no habría quién condujese nada. Nadie podría preparar comida porque no habría servicio de agua potable ni de energía, ni de gas. Se agotarían las conservas, no habría recolección de basura. No servirían los libros y nada podríamos escribir que pudiera ser leído. Sólo los invidentes que conocen el Braille podrían seguirse escribiendo entre ellos. Tendrían que enseñarnos. Entonces no habría cómo seguir aprendiendo a escribir y a leer con nuestro abecedario visual. En caso de que la ceguera fuera definitiva, la humanidad y, por lo tanto, la cultura, tendrían que reinventarse.
La novela tiene unos ojos narradores, los de la mujer del médico. Ellos experimentan todo cuanto sucede en el nuevo mundo de los ciegos y ansían su momento de luz. Los nuestros, testigos también, desearían lo mismo. La humillación, la desnudez, la suciedad, la invalidez, la hambruna, la muerte y la salvajización de nuestras familias y amigos, serían suficientes motivos para darnos cuenta de que somos ojos abiertos y la vez cerrados. Probablemente el “mal blanco” ya está entre nosotros. Tal vez no estemos viendo o no deseamos ver. Percibiremos, quizá, una luz blanca, un mar de leche; el ojo reducido a su función primitiva.
Finalmente, no hay una clara razón para que los personajes de la novela se queden ciegos. Nunca se explica qué es el “mal blanco” ni cómo se contagia. Sabemos, por lo menos, que no dura para siempre. Lo substancial de esta ceguera realmente está en su condición de mal, uno de esos que, pese a su difícil detección, puede corregirse. Lo dice la mujer del médico, en la última página del libro: “Creo que no nos quedamos Ciegos, creo que estamos Ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven”.
Escritor: Milena Parra