El pensamiento racional, entendiendo con ello aquel que se esfuerza por comprender las relaciones causales entre las cosas, con independencia de las concepciones míticas, mágicas y místicas, nació, sin lugar a dudas en la Antigua Grecia, hacia el año 600 a.C., a finales del Periodo Arcaico de su historia. Durante esta época, la cual se inició a comienzos del siglo VIII a. C., los griegos desarrollaron una expansión comercial por todo el Mar Mediterráneo y el Mar Negro, en cuyas costas fundaron colonias comerciales. Los navíos griegos surcaban las aguas de estos mares llevando mercancías elaboradas en Grecia a tierras lejanas y trayendo de éstas manufacturas que no se elaboraban en la Hélade. El centro de esta intensa actividad comercial fue la ciudad de Mileto, ubicada en las costas occidentales del Asia Menor, en una región llamada Jonia.
Los comerciantes milesios viajaban con frecuencia a las colonias costeras y a otros lugares como Asiria, Babilonia, Egipto y Palestina. De la misma manera, hasta Mileto llegaban caravanas de mercaderes egipcios, fenicios, hebreos, arameos, babilonios, asirios y caldeos. En Mileto, pues, se encontraba el centro no sólo de un febril intercambio comercial sino de un continuo comercio de costumbres, ideas y creencias. Cada pueblo tenía sus propias concepciones místicas, su propia religióne, con sus dioses (uno o muchos), sus relatos alegóricos, sus ritos. Pero, a pesar de la diversidad religiosa, había algo común en todas esas concepciones: la creencia en seres sobrenaturales que –se creía- eran la causa del mundo, del Hombre, del Bien, del Mal, del sufrimiento, de la vida y de la muerte; la expresión de todas esas creencias a través de relatos fantásticos en los cuales, no obstante, se creía (y se cree) firmemente; y la fe como criterio supremo de la verdad: lo que se cree es la verdad y la verdad es lo que se cree.
Pero el contacto frecuente entre todas estas diferentes y semejantes maneras de explicar las cosas (todas las cuales se agrupan bajo el nombre genérico de Mito) condujo a que algunos pocos individuos de la clase más culta de Mileto, en un momento dado, relativizaran, primero sus propias creencias religiosas (¿por qué las creencias de mi pueblo tendrían que ser más acertadas que las de los otros pueblos? ¿qué garantiza que nosotros estemos en lo cierto? ¿no podrían los demás ser acertados y nosotros estar equivocados?) y, después, toda creencia en general (acaso el error no esté en creer en esta o aquella cosa o en este o aquel dios sino más bien en creer en general, cualquiera sea la cosa en la que se crea).
Ahora bien, los pueblos de Europa Oriental y del Medio Oriente estaban, en general, de acuerdo en que el Cosmos estaba constituido por cuatro elementos fundamentales: Tierra, Agua, Aire y Fuego. Claro, cada uno explicaba de manera diferente el origen del Cosmos, acudiendo a sus propios dioses y a sus propios relatos míticos. Pero estaban de acuerdo en los cuatro elementos. No obstante, para aquellos escasos individuos milesios que sospecharon de la creencia en general como medio para explicar las cosas, el asunto ya no era tan sencillo y tuvieron que enfrentarse a una pregunta inquietante: ¿cómo o de se originó el Cosmos si éste no fue resultado de la acción de los dioses? Y para intentar responder a esta pregunta ya no era válido postular otra creencia, otro dios, otro relato alegórico. La fe había perdido para ellos todo valor explicativo.
El Universo todo se había llenado de interrogantes. Nada tenía ahora una respuesta clara, definitiva. Se había extendido una gran distancia entre las preguntas y las respuestas. En esa distancia se habrían de desarrollar en adelante la Filosofía y la Ciencia. Era una distancia en la cual no había camino definido sino, más bien, una espesa selva de dificultades a través de la cual habría que tratar de abrirse paso. La única herramienta con la que se contaba para ello era la razón, el pensamiento crítico dispuesto a dudar, a sospechar siempre allí donde no encontrase argumentos suficientes para dar por verdadera una opinión, un enunciado, una idea. La razón, una herramienta frágil para apartar la espesura de esa selva que se alza entre las preguntas y la verdad, pero la única que podía de ahora en adelante ofrecer alguna certidumbre, alguna claridad, acerca de los profundos problemas de los cuales trata la Filosofía y que antes había tratado de resolver la religión.
Autor: Ismael Enrique Urrego Varón