En contravía por la sexta

Sí, es cierto: un soleado lunes de enero, cerca de las 2 de la tarde, en contravía con mi recién comprado automóvil por la carrera sexta; desde la calle 11 hasta la estación de gasolina.

Azul, pensé en diciembre cuando por fin en mi familia se completó el dinero para la nueva adquisición. Lo había soñado así, no muy grande, por aquello de lo práctico, automóvil, cuatro puertas y definitivamente azul. No se ensucia mucho (o por lo menos no se nota tanto), brilla fácilmente y combina con todo; me refiero al hecho de que puedes ir a cualquier parte con tu carro azul y no se ve mal, no muy lanzado, tampoco muy elegante… solamente así: azul, azul oscuro con un par de detalles grises o en cromo aquí y allá.

Únicamente lo movimos un par o tres veces cerca de donde vivimos; alrededor, lento y pausado, siempre acompañado y nunca rápidamente: no quisiéramos correr riesgos, un accidente, un daño en la pintura ¡no! Además, teniendo en cuenta que aún soy menor de edad y todavía no tengo la licencia de conducción… Adicionalmente la advertencia de mi papá cuando me lo entregó ya listo para mi «primera vueltica»: – Mucho cuidadito mijo, ese carro nos costó ¡un «jurgo» de plata!

Les cuento: mi papá maneja su carro desde que yo me acuerde, y a mi madre le da mucho miedo conducir, de modo que se podría decir que este auto es solo para mi!

Ese lunes, al que me refiero, fue un día especial. Mi madre enunció: – ¡Mi amor -ese soy yo- …vamos a la bomba de la sexta a comprar gasolina! Loco de alegría: mi primera «tanqueada», mi primer enfrentamiento real con las calles!

Subimos hasta llegar a la mencionada sexta, por la empinada calle 11, y ¡zaz! directo y sin miedo, pasando por las licoreras de la cuadra, tomamos carrera hacia el parque allá por la calle 5.

Hmmm!, pensaba yo todo el recorrido, ¿porqué todos los otros carros vienen hacia mi? Imagínense el cuadro: trancón en la 10 cerca de la salsamentaria. Pasamos por una heladería y por la casa de chances; luego un mini centro comercial y entrarnos a una bahía para dar vía.

Llegamos por fin a la esquina de la calle 9. Seguimos, y tremendo lío, otro embrollo para cruzar la avenida principal, la calle 8. Hasta ahí… ni un solo agente de tránsito!, ni tan siquiera uno de los «policiítas de chocolate» que se hacen a cuidar perros en el separador.

Miré, el semáforo y solo veía un muñequito rojo que parecía asarse dentro de un horno negro; no supe que hacer después de los primeros minutos… Más tarde iba a darme cuenta que era lo único encendido las 24 horas: con razón se fundieron los otros bombillos! Me subí al andén, y mi mamá seguía tranquila conversando con una amiga que habíamos convidado. Nunca se enteró de las penurias de mi rudimentaria conducción!

Por entre la gente nos movíamos, serpenteábamos. Parece que en este pueblo no enseñan a nadie que la calle no es para hacer visita. A mí, mis padres me enseñaron que no debe uno meterse entre los grupos de personas que hay conversando; pero ¡eso sí! sí me enseñaron a que la calle no es para hacer visita…

Llegamos al Centro Comercial, orillamos un momento. Desembocamos al parque por la esquina de las escaleras del atrio. ¡Huy! alcancé a pegarle, eso si pedí disculpas, a una muchacha que iba como descuidada…

Nos metimos por esa angosta calle siguiente de la iglesia. Pasos adelante un muchacho, con una bicicleta, le pegó al carro –evento simple, sin daños-. Después de casi una hora desde la salida de la casa, luego de paso obligado por ventas de colchones, bisutería, mercados, los colectivos del pueblo, hoteles y restaurantes, y toda una suerte de comercios que están, han estado y estarán, parece que por siempre desde hace muchísimos años, llegamos a la estación de servicio.

Todos se asombraron cuando nos vieron llegar con tantas cosas.

Comenzó la «tanqueada»: en total 10 galones… Otro «jurgo» de plata, como dice mi papá. Casi me enloquezco al pensar cada cuánto hay que hacer ese «gastonón». En un momento de descuido, un carro que había al lado, con la llanta, pisó la pita del mío; cuando halé se reventó… Mi carro quedó sin su cuerda.

Tuve que volver a casa con el carro en brazos y llorando. Primer accidente de tránsito en mis 5 años de vida. Mi mamá y su amiga reían con gana recordando el incidente y cargando los bidones con la gasolina para la estufa; no hay plata para poner el gas domiciliario, eso como que es ¡carísimo!

Ah, por cierto: a mi papá lo despidieron de la empresa. Ya no maneja el taxi…

Autor: Jorge Alberto Rodríguez Velásquez