LA LENGUA

Contextualización de la lengua

Lo que nos diferencia entre unos y otros no es lo que somos o lo que parecemos ser, más bien es lo que hacemos y cómo lo llevamos a cabo. Aquello que hacemos, eso que nos permite interactuar, no sería trascendente si no fuera por la importancia que se le otorgó a la palabra que complementa dicha acción, sobre todo la palabra escrita, justificando el asentamiento de una lengua formal, regida por una tradición normativa e intelectual. Esta permanencia del formalismo del lenguaje, en todas sus formas, se genera por una escisión en el tiempo que deviene en el desarrollo de la historia como se conoce hasta ahora.

El tiempo de la historia que Luís Beltrán denomina “imaginario quimérico” , es considerado como la etapa de prehistoria humana anterior a la instauración o aparición de la escritura, del pensamiento crítico y la historia conocida como tal. El imaginario quimérico encerraba en sí mismo toda una concepción ritual y cultual perteneciente al hombre prehistórico. Este espacio temporal poseía un perfil mixto en el que convivían en perfecta armonía los caracteres elitistas y populares, como también las caras serias y alegres de la vida.

Cuando el pensamiento crítico, junto con la escritura formal, irrumpe, seriedad y gozo se bifurcan hasta transformarse en caras opuestas, es decir, dos mundos que se enfrentan. Cada cara representa dos regiones distintas: la cara seria es aquella productiva manejada por las élites y la cara festiva o alegre, la del pueblo. Este último verá en el disfrute y el gozo su manera de enfrentarse a su propia realidad, pero también a la preservación de la memoria tradicional que constituye el pasado de la propia cultura, “la dimensión más trascendente que guarda todo el caudal de imágenes y tradiciones que sustentará el camino que recorrerá un pueblo” .

Es en este proceso en que la oralidad conocida hasta el momento como un fluido del hombre; el flujo de la expresión sin barreras de su propio interior; queda relegada a aquellos que no evolucionaban en las masas controladas por las cúspides intelectuales. Para pertenecer a la ciudadanía civilizada, hay que partir por sujetarse a sus reglas, inclusive los modos y formas para comunicar las ideas. Surge un grupo cultural que reniega de formalismos; primero, por no pertenecer a los círculos intelectuales que tenían acceso a los nuevos conocimientos; segundo, por no aceptar imposiciones que trasgredían su propia cultura y rompían con las tradiciones que los venían acompañando desde sus orígenes.

En Chile, el habla se ve influenciada por aportes que otorgan matices especiales no sólo al lenguaje utilizado por la población, sino que gestan el reconocido carácter risueño de todo un pueblo y cultura. Son los influjos culturales fusionados los que se acuñan para generar la base de una lengua mestiza y de un perfil especial. “¿Cómo nació este lenguaje? ¿En qué ambientes sociales y culturales específicos? Lo claro es que nació de las civilizaciones ibéricas, africanas e indígenas en el espacio geográfico, humano y espiritual de esta última.”

La contribución indígena, más que realizar un aporte idiomático a la lengua del país; entregó parte del espíritu alegre del pueblo, asentando el buen humor de nuestra cultura. A ello se suma una carga lingüística que se condice con un mundo festivo, radiante; cuyas palabras denotan esa fijación por las festividades que circundan las comidas, los brebajes alcoholizantes o no, el cuerpo, la tierra, la comunidad y las tradiciones arraigadas de su gente.

Los africanos no aportaron rasgos excesivamente notorios en el idioma, pero sí en el carácter bullicioso del chileno, que vio exacerbado su espíritu de jolgorio. Sin duda, la absorción más notoria de esta cultura lejana fue la expresividad de su estado chispeante a través del baile, resquicio que perdura como nuestra danza nacional, transversal a las polarizaciones económico-culturales; la cueca.

Por otro lado, los ibéricos nos entregaron la agilidad y agudeza al hablar. Con la llegada de campesinos y pobladores humildes de Andalucía, el acervo idiomático del bajo pueblo chileno se fue engrosando en las diferencias culturales y miradas de mundo que no se correspondían con las élites regentes del desarrollo social de nuestro país. “Así se burló, y distanció, la mayoría común de los colonos de la voraz élite encomendera encumbrada a costas de violencias e injusticias.”

El intenso proceso de mezcla entre estos estilos de vida fue generando el lenguaje festivo y cómico propio, inconfundiblemente chileno. A partir de un fundamental paisaje y matriz indígenas se relanzaron los lenguajes ibéricos y también africanos. El mismo mestizaje estaba orientado en gran medida a crear un estilo de vida libre ante los requerimientos culturales de le élite colonialista europea encomendera y esclavista.

Es así como surge una lengua y habla propio de esta cultura popular. Imbricación de diferentes cosmovisiones que se aunaron para generar una visión de mundo ajena al poder del Estado, pero que sin él no podría existir, ya que se basa en la interrelación de pueblo y élite; la presencia de una crea la existencia de la otra, aunque ambas se contradigan y sean lo inverso desde sus fundamentos. Esta oposición fundamental de ver el mundo y de expresarse en él, funda lo que se puede denominar como lengua insurgente.

Qué es la lengua insurgente

La lengua insurgente, insurrecta e incivilizada, se nos muestra como el vestigio de aquellas expresiones de la realidad pasada, historias un tanto vedadas. No surge, más bien se mantiene como reflejo de lo que fue; un pasado sin limitantes para los sujetos, el rostro de la “paradoja de la lengua” . El momento intelectual obnubiló la necesidad de mantener la tradición oral, legitimando el poder de la escritura por sobre las palabras “que se las llevaba el viento”, es decir, aquellas que no poseían los límites concretos de la escritura oficial.

Escritor: Daniela Valenzuela Vicencio