Preguntarse hoy en día por el purismo genérico –novela, cuento, ensayo, poesía y quién sabe qué otra cosa– pareciera dar un poco lo mismo. Los textos simplemente son. La máxima reza, en un gozoso registro hippie: la literatura está para vivirla, experimentarla o como quieran llamarle. Qué escribe un César Aira, un Vila-Matas, un Foster Wallace. ¿Volones? Sólo dios lo sabe. Nada nuevo por cierto, desde las sagradas escrituras, eso de dios. Por ahí aparece Borges, pero éste se asomará aquí mismito más adelante. Se puede pensar entonces que Daniel Guebel –argentino, 1956, también experto en distintas artes como lo son el periodismo, la dramaturgia y el guión, o sea, multifacético el hombre– simplemente escribe narrativa. O mejor: lisa y llanamente, literatura. Tal es el caso de su nouvelle Mis escritores muertos, publicación que a ratos se inscribe dentro de lo que se podría llamar ambigüedad genérica, aunque, claro, negar que se trata de una narración resultaría tan osado que ninguno se atrevería a hacerlo.
En líneas generales, Mis escritores muertos, novela dividida en tres partes, cuenta la historia de un narrador protagonista (en apariencia, sólo en apariencia, el mismo Guebel, pues la novela juega con superponer realidad y ficción) que viaja a la ciudad de Tandil para asistir a la premiación del escritor Jorge “Dipi” Di Paola, quien, meses más tarde, muere. Durante su estadía conoce a un par de mujeres. Van a un lago. Una de ellas cuenta una historia total y absolutamente inverosímil, la que se va apoderando poco a poco de la narración, la de Tandilito, monstruo tipo Loch Ness, y sus vericuetos. La leyenda es la causante de que ningún tandilense cuerdo se pasee por las orillas del lago: “Es por eso […], porque todos creen que sigue existiendo y que volverá a atacar […]. Nosotras venimos porque nos gusta sentir miedo”. En cuanto a la estructura, la primera y la tercera partes son esencialmente ensayísticas y metanarrativas: “La hipálage es mi figura favorita pero no la practico: mi estilo sin retintín y sin sonsonete”. La segunda, en cambio, es marcadamente narrativa, aunque la novela en general nunca deja de reflexionar respecto de la composición narrativa: “Pero aquí no se trata de que ella me esté enviando señales mudas sino de que la trama misma de sus palabras está dando lugar a una especie de argumentación segunda, coexistente con la primera, una especie de tejido contrapuntístico al modo de los coros medievales”.
Como se aprecia, Mis escritores muertos es en sí misma tensión constante, pues juega con la potencialidad de colocar cualquier elemento dentro de la estructura literaria –crear su propio sistema de exposición, en síntesis– mientras el autor domine el ser, suerte de aura, de la obra. El resultado es un texto abigarrado. Pero el problema del asunto es otro: la irreverencia crítica que el autor propone respecto de la política y el arte, la cual, indefectiblemente, aburre.
En 1946, Buenos Aires, Borges escribió: “El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado”.
En 2009, Buenos Aires, Guebel escribió: “Durante el verano los vecinos se quejaron porque con viento sudeste el olor a podrido entraba en sus casas y no los dejaba dormir. Incluso, el intendente barajó la posibilidad de suspender el experimento, pero los índices demostraban que desde la aparición del monstruo el flujo turístico se había multiplicado por cien […]. En una reunión estrictamente reservada del gabinete municipal, Zorriegueta se sinceró: él creía que el Tandilito era medio antropófago y que no aparecería de nuevo mientras no tuviera gente para comer. Pero como las condiciones políticas no estaban dadas para que por tal motivo se sacrificara alegremente a la escoria de la sociedad (ladrones, prostitutas, cartoneros, homosexuales, mendigos, militantes de izquierda, mongólicos, drogadictos, indigentes, etc.), sugería recolectar de manera discreta algunos cadáveres de las morgues de los hospitales provinciales, despedazarlos para que no se pudiera reconocer su origen humano, y colgarlos mezclados con la carne vacuna”.
Profeta Borges. ¿Dios? Claro que no, ése es inalcanzable, así que a olvidarlo. El principal error de Guebel en Mis escritores muertos guarda estricta relación con Borges y el caso es que la novela termina arruinándose. Distanciado de la institución, desazón expresada a partir de un no estar ni ahí mediante, envalentonado y decidido el narrador a crear su propio sistema de exposición, la novela de Guebel pierde fuerza al caer en la irreverencia y las intentonas por hacer aparecer un humor elegante y crítico, pero que en este caso se vuelve decididamente previsible, todo lo que Guebel –abarcador desmesurado– no debió haber hecho y que ensucia la novela, empapándola de un mal gusto desarrapado. De esta forma, Mis escritores muertos deviene en mera insolencia inofensiva, cachetada de guante vacío, agüita perra de sobremesa.
Escritor: Cristian Salgado Poehlmann