Los recuerdos, un recuerdo

Encendió el cigarrillo y se acercó a la ventana de su alcoba. Había llevado una silla para sentarse y mirar. El humo salió despedido, como en busca del vidrio. Sobre el mar se veía la neblina de la mañana. Al verla le fue inevitable recordar aquella ciudad de Rusia, en la que sólo había vivido tres años. Viró su mirada, las sábanas arrugadas estaban en el suelo, y la cama le pareció fría, vacía, a pesar de lo bien que había dormido. Pensó que siempre había tenido una cama para uno en su soltería. Sólo con Julieta una cama grande, como la que ahora veía, era grande. Pero Julieta no estaba, hacía años que no estaba.

uno cada doce minutos. Sentado frente a la ventana recordó a su madre, con ella no debía esperar para desayunar, siempre tenía todo listo, sólo debía sentarse y tomar el té o el chocolate caliente. De tales recuerdos sobrevino la imagen de su hermano, ¿por qué se había ido tan joven? Dio vuelta su mirada: otra vez la cama. Decidió levantarse e ir al baño, lamentó haberse despertado tan temprano.

La barba que le devolvió el espejo del baño lo hizo sentir sucio, a pesar de que se había bañado la noche anterior. Con avidez se dirigió al bolso, se iba a afeitar. Comenzó a hurgar, entre la ropa usada, entre la ropa limpia, y no halló la afeitadora. Recordó en el instante que la había tirado en su última rasurada. Volvió al baño, tenía la esperanza de que tal vez algún antiguo visitante del barco pudiera haberse olvidado, aunque sea, una pequeña tijera. Hurgó los cajones. No encontró nada. Nuevamente su imagen en el espejo. Se sentó en el inodoro y sacó un pucho. Fumaba, alargando lo más posible las bocanadas de humo. Y pensar que le prometí a Julieta que no fumaría más.

Decidió darse un baño. Dejó correr el agua de la ducha, el sonido chirriante le agradó al punto que esperaba que la bañera no se llenase tan rápido. En un momento tuvo que cerrar la canilla. Ya en la bañera se sumergió por completo, iba a abrir los ojos para mirar a través del agua, pero estaba algo caliente. Cuando no pudo aguantar más la respiración volvió a la superficie. Respiró con holgura, con la nariz, pero más con la boca. Se recostó, apoyando su cabeza sobre el borde de la tina. Observó el vaho que se desprendía del agua y tragó saliva sin quererlo. Se quedó allí, por un largo rato, con los ojos cerrados, sin más.

Cuando su espalda comenzó a dolerle, decidió salir. Notó sus manos arrugadas por el agua. Se secó con presteza, y se dirigió al espejo. Al cambiarse se miraba. Tomó el peine y alisó sus pocos cabellos blancos para atrás. “Debo cortarme el pelo”, dijo, mirando el movimiento de su boca al hablar. Una vez aseado, decidió volver a la habitación. Buscó mirar la hora, la vio una vez, dos veces; y se dirigió a la ventana.

La neblina seguía sobre las aguas azules. Tenía que hacer algo. Trató de recordar aquella jornada, cuando salió a jugar con su hermano, ¿era una tarde o una mañana? Habían salido con Massimo, caminaban por las calles de Vyska. De alguna manera, en aquel lugar, llamaban la atención porque casi gritaban su italiano al hablar, pero a ellos sólo les interesaba jugar. Había en ese entonces un gran descampado, cercano a su casa, y allí se dirigieron. Se habían desafiado a una carrera. Su hermano se adelantó en pleno conteo, había hecho trampa. La neblina parecía hacerse más espesa a medida que se adentraban en el espacio terroso. De repente perdió de vista a su hermano. Comenzó a gritar su nombre, mas no hubo respuesta. Pensó en volver a su casa, quizá se trataba de alguna broma.

Pero desistió porque su madre seguramente lo haría entrar para ya no salir. Caminó sobre los arbustos secos, las flores casi no crecían por el frío, a pesar de no hallarse en una estación invernal. Cuando estaba seguro de haber recorrido el descampado en gran parte de su terreno decidió sentarse sobre la tierra. Divisó una piedra a su alrededor. La tomó con su mano derecha y la lanzó, al unísono pensó que si sentía algún grito correría aprovechando el anonimato que la neblina otorgaba. Nadie gritó. Seguramente se encontraba solo. Su hermano debía haber vuelto a la casa. Sin saber qué hacer, decidió retornar.

Avanzaba con ligeros pasos, hasta que tropezó sin saber con qué. Cayó al suelo y por poco su nariz no dio con la tierra. Su mano derecha lo había impedido. Dio media vuelta y quedó acostado, con su espalda sobre la tierra, le dolía la mano y se lamentaba. Trataba de mover su muñeca ayudándose con la otra mano que la sostenía. Pero hubo un momento, un momento en que sus ojos apartaron a sus manos. Quiso encontrar el cielo con la vista y le fue imposible. Pudo así observar, lo que años más tarde llamaría: “la neblina en su pureza”. No hubo arbustos, objetos cercanos, no hubo nada que se impusiera entre sus ojos y las blancas capas de la neblina de Vyska. Allí se quedó, por un largo rato, acostado, mirando.

Decidió volver, la niebla parecía haberse dispersado un poco, comprendió después que no era esa la razón. Al entrar a su casa, Massimo estaba comiendo pan y tomando un té. Decidió acompañar a su hermano. Cuando su madre le llevó la taza de té vio que su ropa se encontraba llena de tierra, tanto atrás, como adelante, y lo retó, recordándole los esfuerzos que ella hacía para mantenerlos limpios. Ya no volvió a salir ese día, tampoco pudo hacerlo al siguiente por el castigo propinado, aunque por primera vez había decidido no protestar.

Le quedaban seis cigarrillos. El mar se veía más azul. La cama más iluminada. Al dar la última pitada observó el reloj. Las agujas marcaban las 8:55, ya podía, lentamente, ir bajando a desayunar. Se alejó de la ventana y se dirigió la puerta. Salió con rapidez, no sin antes haber tirado la caja con cigarrillos al cesto.

Escritor: Juamps Lídiam

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