«Mi camino, mi docencia”

Recuerdo en alguna ocasión haberle dicho a mi padre: “padre, creo que estudiaré idiomas; no quiero estudiar nada que tenga que ver con matemáticas”, si mal no recuerdo me encontraba cursando séptimo grado de bachillerato. A partir de allí, me rondaba la idea de aprender sea un idioma ó tal vez dos. Cuando terminé el bachillerato oía por doquier que aquel país de donde venían las canciones en Inglés brindaba a los inmigrantes latinos las mejores oportunidades de tener una vida sin problemas económicos, por ello decidí hablar con el primo rico de la familia, quien en su momento me dijo: “claro, sólo saca tu tarjeta militar, aprende Inglés y allá volveremos hablar”, mis ojos se llenaron de una esperanza que hace mucho tiempo no sentía.

Mi siguiente plan era estudiar el idioma de los del norte, y con gran sorpresa me encontré que en seis meses podía comunicarme y a los pocos meses me tuve que enfrentar al miedo de estar en las filas del glorioso ejército nacional, más para sorpresa de muchos me libre de este miedo y en una par de semanas obtuve mi tarjeta militar. Me decía: “ya estas cerca Juan, el país del norte te espera con ansias”. Por ello, seguí estudiando Inglés con más ahínco hasta el momento en que mi primo el millonario llegaría y yo le daría la buena noticia. Para entonces, llegó mi primo y con una gran sonrisa le dije: “mira ya tengo lo que me pediste, sólo sostengamos una conversación y ya veras que ya me comunico en Inglés le dije”.

Su respuesta: “Lo siento allá está muy difícil”, no sabía que las palabras dichas tiempo atrás tenían fecha de caducidad, por lo que un desaire me llevó a pensar ¿ que voy a hacer ahora?, fue entonces que decidí seguir estudiando y sólo hasta la segunda vez que me presenté a la universidad recuerdo haber recibido la llamada de un amigo que me preguntó por el número de registro, y al momento de devolver la llamada me dijo: “hermano, pasaste”, solté una carcajada y mi madre mirándome desde la sala, soltó una lágrima por su mejilla dándole gracias a Dios.

Cinco años pasaron por mi vida hasta que obtuve el tan anhelado diploma que decía: “Licenciado en Enseñanza de Lenguas Extranjeras” y en el tiempo de mi práctica docente pude recordar aquel joven que acostumbraba a no prestarle atención a las materias dictadas por sus profesores y las miradas despectivas de mis compañeros de aquel entonces en la mirada de aquella alumnas que me observaban fríamente mientras les hacía botar uno de los símbolos mas prominentes de su juventud: “El chicle”, no comprendí nunca el por que un chicle era mas importante que aprender a manejar el verbo to be, aunque pensándolo bien se repetía tanto este verbo tanto como mascaban chicle.

Tras terminar mi práctica docente, fui contratado para ocuparme del grupo más indisciplinado de un colegio y al que todos mis compañeros docentes temían ir y en mi primer día de clases con ellos, tomé mi tiza y me imaginé: “aquí vas Juan Quijote, caballero de la tiza blanca aquí voy a domar molinos ” y después de un año con ellos hallé que al que le decían “el bravero” resultó siendo mi asistente, que “la momia” el más llorón de la clase como le decían aquellos estudiantes resultó ser todo un poeta con sus compañeras, que el “reggaetonerito” resultó ser el más asentado de la clase bailando al son de los tornillos y el aceite en su propio taller de mecánica. Valió la pena tratarlos como a seres humanos en medio de un llamado proceso descuartizador, perdón, de calidad el cual sólo nos gritaba: “Resultados, Resultados….bla..bla..bla..”.

Decidí que quería ir a la educación superior, quería volver a sentir lo que se sentía ser un universitario y allí el común denominador del comportamiento de mis alumnos se hallaba entre la sinceridad y sí el querer sólo cumplir con un requisito para graduarse y entre historias como la de aquella muchacha totalmente pálida que llegó al salón de clases con un niño en brazos cinco días de haber parido y llorando me decía si no paso Inglés, no podré graduarme, mi respuesta fue: “vete y cuida de tu hijo, no te preocupes más”, hasta donde llega el amor de una madre por sus hijos, pero esto me recordó mi primer hijo y así como sonreí al ver a mi pequeño , así quería que ella recobrara su color y su sonrisa y creo haberlo logrado, pues solo volteo y con un gracias me sonrió, no olvidaré nunca ese momento. Casualmente a los días también llegó al salón de clases una chica que tenía cuatro faltas en la semana, y ésta estaba totalmente pálida, ¿otra recién parida?, me dije, pero no, para mi sorpresa con voz entre campante y tierna me dijo: “ Profe, estaba reconciliándome con mi novio, y estuve cuatro días con él en su finca, ya usted sabe haciendo que”, en ese momento no supe si reírme o enojarme pero el haberme hablado con tanta sinceridad creo que fué lo que mas aprecié.

Son muchas las historias que podría contar y de cada una de ellas he aprendido, he sonreído y hasta he llorado, muchos de mis excompañeros de la universidad compartimos que la docencia es mas honoris causa que cualquier otra cosa, pero en medio de todas las vicisitudes de este caminar concuerdo con muchos en que la docencia es “como la mar en la orilla de la playa, nunca se sabe que traerá”, lo mejor de ello es que de cada una de las cosas que traerá, de todas ellas se aprenderá.

Escritor: Juan Carlos Cadavid Flé