¿Por qué la prisa?

El que un niño se tome su tiempo para empezar a hablar o a caminar no debería ser motivo de alarma. Lo que sí debería causar preocupación, como mínimo, es esa prisa que se parece mucho a la obsesión de los padres porque su retoño lo haga todo temprano o, al menos, antes que el vástago del vecino o del compañero de trabajo. La competitividad parece ser, hoy en día, la base de la educación tanto en el hogar como en la escuela: padres y maestros tienen un acuerdo tácito para presionar, cansar y apurar al niño en su nombre.

Y los pobres niños tienen las de perder, pues compiten contra todos: contra otros chicos de su edad, contra sí mismos y contra sus padres cuando estos tenían su edad. No hay escapatoria posible, tienen que hablar y caminar antes del año, leer antes de los cinco, ingresar a la universidad antes de los 16, terminarla antes de los 21, ser jefes antes de los 30 y, como es lógico, morirse antes de los 60 de alguna enfermedad que se alimente de estrés.

La sociedad alienta este exceso. Lo sabe cualquiera que ojee los clasificados del domingo. La edad es un factor significativo de discriminación laboral en nuestro país y ello explica la preocupación de los padres: si el niño avanza rápido, se asegurará un puesto de trabajo y, por lo tanto, es más probable que consiga el éxito tan emparentado con la felicidad en nuestro sistema. Es, pues, injusto culpar a los padres de alevosía cuando actúan inducidos por el miedo que les causa la posibilidad de que su hijo sea un relegado social, de que no encaje en un mundo cada vez más competitivo. No obstante, en relación a los profesionales de la educación no hay disculpa que valga. Ellos saben muy bien cuáles son los resultados de forzar y saltar etapas.

Y ya que conocen la mente de los niños y lo que es realmente esencial en su aprendizaje, es su deber informar, educar a los padres al respecto. Sin embargo, lo que un alarmante número hace es apoyar el delirio: ofrecen lectoescritura en la educación inicial, sabiendo que esta etapa debe estar reservada al desarrollo de la motricidad, habilidades espaciales y de socialización; prometen exámenes tipo admisión desde primer grado, contribuyendo a contaminar las frágiles e infantiles mentes con la paranoia del ingreso a la universidad; estructuran horarios recargadísimos que obligan a los niños a pasar casi todo el día en la escuela y menos en casa… ¿Cuál es el punto? ¿Aprovechar el miedo de los padres para llenar arcas? Eso se parece mucho al comercio y se espera de negociantes, no de educadores.

Los niños no necesitan preocuparse por su futuro. Necesitan vivir su infancia, pues esta, además de ser la mejor etapa de una persona, es la más breve y delicada. Necesitan pasar tiempo con su familia, fortaleciendo los lazos de afecto que lo harán un adulto seguro. Necesitan jugar con sus pares para potenciar su creatividad, dar rienda suelta a su imaginación, desarrollar destrezas físicas y construir su identidad. Necesitan estar en contacto con la naturaleza, no encerrados en cuatro paredes más de la mitad del día. Necesitan expresar sus sentimientos y deseos, y sentir que son entendidos, no hablar cuando los adultos quieren que hable.

En conclusión, los niños necesitan ser niños el máximo de tiempo posible y es nuestro deber prolongar su infancia y hacerla feliz. Contar hasta cien, decodificar textos, recitar el alfabeto en inglés, son “proezas” que cualquier chiquillo a partir de los dos años, e incluso menos, es capaz de ejecutar si se le presiona, pero que no tiene por qué realizar hasta que desarrolle la madurez necesaria para comprender lo que ha aprendido y cómo aplicarlo en su cotidianidad. Modelos educativos exitosos como el de Finlandia abrazan sus preceptos. Esperemos, pues, por el bien de las nuevas generaciones, que esta nueva educación real y humana, llegue también aquí. La esperamos. La necesitamos como sociedad.

Autor: Ana Delia Mejía