Reseña: Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión. Michael Foucault

En Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión, Foucault reconstruye la historia del castigo y expone como se dio una ruptura a finales del siglo XVIII en la economía punitiva. El suplicio, y con él, el intento de desmenuzar las transgresiones del criminal en cada una de las partes de su cuerpo, se transformó en prácticas que imponen sobre el sujeto recriminado, toda una serie de castigos para el alma. Pero este cambio que se muestra con una serie de argumentos sobre la humanidad frente al castigado, en realidad esconde una manera más estratégica para llegar no sólo al criminal, sino también para “normalizar” el comportamiento de la sociedad en general. Así, “La reforma del derecho criminal debe ser leída como una estrategia para el reacondicionamiento del poder de castigar, según unas modalidades que lo vuelvan más regular, más eficaz, mas constante y mejor detallado en sus efectos; en suma, que aumente estos efectos disminuyendo su costo económico”1

Frente al intento de reformar el comportamiento de aquel que socialmente pasa a denominarse criminal, la cárcel aparece como la institución donde aquel que violenta la ley social, recibe una serie de acondicionamientos que, teóricamente, habrán de volverlo a la vida pública. La cárcel como institución que reforma el alma, se convierte en un espacio en el que se disciplina al sujeto para que se remueva de él, aquello que lo hace ser un criminal. Al igual que el hospital es un espacio para quitar la “enfermedad”, la escuela la “ignorancia” y el trabajo la “vagancia”, la cárcel se constituye como un espacio para erradicar “el mal”. Es muy importante reconocer el paralelo que se puede construir frente a esas otras espacialidades de instituciones de reforma, que al igual que la cárcel buscan transformar los individuos y normalizarlos. Ese cambio de la economía del poder punitivo, según lo muestra Foucault, es estratégico ya que no se queda sólo con la reforma del criminal, sino que pasa a incorporarse a diferentes estancias de la vida social. Lo estratégico es que no es sólo al criminal al que se intenta reordenar, sino que se dan una serie de categorías para denominar a los sujetos “desordenados” y con ello una serie de prácticas disciplinarias que establecen lo que es adecuado.

La disciplina dispone de una serie de tácticas que adecuan al sujeto a un tipo de individualidad que “está dotada de cuatro características: es celular (por el juego de la distribución espacial), es orgánica (por el cifrado de las actividades), es genética (por la acumulación del tiempo), es combinatoria (por la composición de las fuerzas)”2 En ese sentido, me parece fundamental reconocer que la disciplina hace uso de dos categorías que la sociedad moderna ha aprendido a concebir como esenciales: el espacio y el tiempo. El uso del espacio que Foucault describe para las cárceles no se aleja mucho de los espacios de uso colectivo. Una celda no se diferencia en gran medida de la forma de una oficina, ni el patio de un colegio se diferencia del patio de una prisión. El espacio permite organizar.

Jerárquicamente y controlar los usos y las actividades que se dan en el mismo. Permite que se restrinjan las actividades y se economice el tiempo de las mismas, y por eso, no se puede leer al espacio como un ente neutro. De igual manera, la segmentación del tiempo para las actividades destinadas a cada espacio, permite que los individuos se controlen y destinen eficientemente a cada ejercicio dispuesto, la cantidad de vida asignada para cada acción: 1 min, 1 hora, 1 día. Pero lo curioso del planteamiento de Foucault, es que la perversidad del adoctrinamiento social, no esconde un sujeto maquiavélico que organice funcionalmente la manipulación de una sociedad. En realidad estas formas de disciplina se reproducen por los mismos sujetos normalizados, y se distribuyen de tal manera que el individuo sobre el que recae la fuerza de poder y constricción, es aquel que la ejerce. Foucault señala que el efecto de la arquitectura del panóptico (una torre que desde el centro de la prisión vigila a los presos), se ha ido trasladando de las cárceles a las conciencias de los individuos y, a partir de la sensación de estar siendo vigilado, el sujeto empieza a vigilarse a sí mismo.

De ahí lo estratégico del cambio de la economía punitiva. No se hace necesario mantener un organismo de control físico (ej: policía) que vigile todos los rincones del individuo, ya que el mismo sujeto se encarga de mantener el control sobre las acciones que produce su cuerpo y alma. No importa entonces si en verdad el sujeto está siendo observado, lo importante es que sienta que así es y, que esa sensación, lo obligue a mantener la disciplina impuesta por los entes de control institucional. Ahora bien, en la medida en que el sujeto pasa a manejar esa economía de poder y de control, se convierte también en un ojo que mira y que vigila a los otros sujetos. Así, en la mirada de cada persona se construye un edificio panóptico, que vigila y juzga al otro mientras se vigila y se juzga así mismo.

El cambio de la economía punitiva se convierte así, en una economía de poder que no se tiene sino que se ejerce. El control como una consecuencia del uso del poder, se ejerce sobre las prácticas individuales y las del otro, ocasionando con ello que se mantenga un control colectivo que se maneja pero del cual se pierde conciencia. El individuo entonces maneja los espacios y los tiempos que le son asignados, siempre en aras de cumplir con las actividades también asignadas y entendidas como normales: estudiar, trabajar, etc. Surge entonces una pregunta: ¿Existe para el sujeto una posibilidad de resistir a esas estructuras de control y prácticas normalizadoras? ¿Puede lograrlo, aun siendo él mismo el que se encarga de imponerlas?.

Escritor: Laura Montoya