¡Un pensamiento vale más que mil imágenes…!

Históricamente hemos sido testigos de la importancia que ha tenido la fotografía en el desarrollo socio cultural de nuestra civilización. Las imágenes cinceladas por medio de la luz en nuestro entorno han hecho posibles reconstrucciones cronológicas de la vida anterior a nosotros. Es así como pueblos y culturas distantes y remotas proyectan hacia la modernidad la esencia de sus formas de vida, de su simbiosis con la existencia.

Podemos por medio de una representación visual elaborada fotográficamente descifrar algunos detalles sutiles del sujeto fotografiado. Más aun, cuando esas representaciones afectan directa o indirectamente nuestras formas de concebir el mundo moderno.

La cámara fotográfica, al igual que nuestro órgano visual, capta el mundo real. Es el motor de nuestras observaciones; el estímulo consecuente de los estadíos racionales de nuestro ser. Sería por así llamarlo: la interpretación de lo fotografiado, de lo captado. Es tomar la luz cincelando la materia para obtener una luz en nuestro imaginario. Lo mecánico se vuelca al servicio de lo filosófico, de lo etéreo, para brindarnos una explicación sobre lo indagado visualmente.

Una vez la imagen, la representación tácita de lo real, de lo tangible, cruza por nuestros procesos mentales, adquiere un papel muy importante. La caracterización subsiguiente es otorgada por nuestros sentidos. La reiteración sobre ese concepto se vuelve cada vez más fuerte cuando más analizamos la escena. Podríamos decir que si observamos una y otra vez una fotografía, lo sentido variaría
indiscutiblemente a razón de ciertos factores tales como nuestro estado de ánimo e igualmente nuestras ilusiones, anhelos y esperanzas.

Ya la vida efímera humana adquiere un contraste ayudado por la inmortalidad de la imagen en el sentido de plasmar ideales, de forjar estilos de vida que subyacen en lo más recóndito de nuestra mente. Estas caracterizaciones, una vez exteriorizadas, definen nuestros juicios sobre lo observado. A veces es como si la luz pintara los rincones obscuros de nuestra conciencia y taladrara nuestra esencia para obtener nuevamente luz, la representación de nuestro imaginario.

Ya después de realizada la tarea de alimentar nuestros sentidos con muchas imágenes fotográficas, luego de cimentar el andamiaje del concepto, de luchar algunas veces con la moral recreada en culpa, obtenemos nuevas imágenes, pero esta vez no físicas. Son representaciones psíquicas propias e inherentes a nuestra identidad y carentes de prejuicios sociales, ya que no la hemos compartido con alguien. Las valorizamos y consignamos en nuestro ente bancario interior. Vamos consignando a diario conceptos elaborados por representaciones visuales de nuestro entorno y de esta manera incrementamos nuestro patrimonio intelectual.

Y llega el actuar social con su peligroso juego de reivindicación personal, de reconocimiento público. Aquí se enfrentan los preceptos sociales y culturales apostados ante una moral mancillada por el oprobio, la lujuria y lo subliminal. El individuo puede escoger entre un estado de lucidez social o de misantrópica oscuridad Cuando evade lo segundo puede considerarse como un engendro angelical de los designios de su hábitat. Ve lo que todos quieren ver, hace todo lo que los demás quieren hacer. Prostituye su identidad
con el fin de ser reconocido y remunerado. Luego el desenlace de su opuesto es el aislamiento, se convierte en el coagula et solve de la moderna alquimia.

Se transforma en la antítesis de lo estético, de lo bello. Condenado a los dardos verbales de una crítica desmoronada, se vuelca a la consecución de material propio. Construye mentefactos algunas veces sensuales a su propia individualidad. Ser alguien en su mundo interior, en su micro y muy cálida sociedad. Al pasar el tiempo, el hombre después de observar su medio, de visualizar muchas de las
más variadas imágenes representadas en mundos paralelos, de auscultar identidades, se vuelve hacia sí mismo y se encuentra frente a frente con él, ansioso de respuestas. Tal vez alguna conversación que se suscite entre ellos (entre él mismo) pueda arrojar luz sobre el y pueda sintácticamente descifrar la que sería el producto de su arduo trabajo de reflexión:
“Un pensamiento vale más que mil imágenes”

Por
MILTON A. MENDIETA CIFUENTES
Licenciado en Electrónica