La tenue luz de la noche se aproximaba a la alcoba de Diego. Sentado en un viejo y carcomido diván, tomó un segundo en organizar sus pensamientos. Acababa de regresar de Italia y se encontraba en su plena madurez vital y artística. Sin embargo, había sido nombrado “aposentador mayor de palacio”, lo que lo obligaba a comprometerse en las actividades que el rey Felipe IV deseara realizar.

Todo lo que había aprendido estos años se amontonaba en su cabeza, impulsándolo a crear una nueva obra. La influencia de su gran maestro Caravaggio, donde la iluminación de las pinturas de estilo tenebrista, las formas dinámicas, los golpes de efecto propios del estilo Barroco y el gusto por lo sorprendente y anecdótico lo llevó a tomar sus pinceles y ponerse en pie. Un nuevo encargo del rey al que no podía defraudar, a pesar de ser el pintor de cámara de palacio y realizar majestuosas obras con asiduidad, plagadas de luminosidad.

Poseía un extraordinario dominio de la luz, muy alejado ya de esos primeros bodegones pintados en su casa de Sevilla con tan sólo dieciocho años. El retrato era su mejor fuerte y considerando su experiencia en adentrarse en los personajes, transmitiendo sus sentimientos, temperamento y volumen corporal pensó en citar a la modelo principal que ocuparía su lienzo, la Infanta Margarita, ya acostumbrada a detener el tiempo para que Diego inmortalizase el momento.

La basquiña con la que Isabel de Velasco solía pasear fue objeto de su atención, pues vio en ella una increíble combinación de texturas y trazos que podrían dejar huella en la historia de la moda del siglo XVII. Maria Agustina Sarmiento, heredera del Ducado de Abrantes debería colocarse a un lado para hacer ver cómo funciona el protocolo, sosteniendo un búcaro poroso en señal de ofrecimiento a la Infanta.

Pensó que los retratos serían perfectos, en combinación con un tenue fondo que hiciese resaltar la belleza de las damas, abundarían los trazos negros, propios de su estilo, pero no abandonaría los ligeros contrastes cromáticos que hacen de sus lienzos su seña de identidad. Para un mejor reparto del espacio en la tela, se le ocurrió introducir algún personaje acondroplásico, dado que acompañaban habitualmente a la señorita Margarita. Esbozó una sonrisa al pensar que la enana estaría feliz de ser retratada además de poseer paga y raciones. El rey Felipe IV y su esposa Mariana de Austria podían ocupar un lugar privilegiado en la imagen, una equilibrada composición de todos sus personajes podía dar vida y armonía a la obra.

En un ataque de ego y superioridad contempló la idea de autorretratarse. Vaciló un momento antes de cerrar los ojos y meditar la idea, pues podía parecer muy osado integrarse en la familia real. Contempló sus manos sucias por los aceites y los colores, sus paletas de madera con tanta historia italiana, su modesto uniforme de pintor real y recordó sus obras anteriores, sus sombras, transparencias, personajes. Consideró que se merecía formar parte de su propia obra y asintió en silencio con la cabeza, teniendo muy presente que aparecería como un creador de recuerdos y en el plano que le correspondía.

Después vendrían los detalles decorativos, con la rapidez que lo caracterizaba, los toques rápidos y breves para definir rostro y manos, el arte en las pinceladas para el pelo o los puños de camisa. Su idea iba adquiriendo forma humana, a la vez que desataba en él una esperanza, una ilusión, el reconocimiento supremo al que todo pintor quisiera llegar. La noche ya había caído y el manto de estrellas que se divisaba por la ventana le hizo volver a su diván, abandonando las pinturas opacas y las imprimaciones ligeras de sus ideas. Un bostezo avisó a su cerebro de la necesidad que su cuerpo tenía de descansar. Levantando su impecable traje de gorgorán se encaminó al aparentemente cómodo colchón de plumón y se dejó llevar por sus sueños, preguntándose acerca de la repercusión que éstos tendrían el resto de su vida.

Escritor: Cristina Pérez Herrero

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