Ella quiso cambiar mi vida. Desde hacia mucho tiempo, me observaba de una manera meticulosa que a veces me ruborizaba, pero era una sensación agradable, profunda, tenía un olor frenético que se expandía hasta las venas más inquietantes; era un viaje fantástico, a través del arco iris de las fosas nasales, perturbadas por una sinusitis ya marcada por el tiempo. Mi vida estaba marcada por las huellas de mi primera esposa, Juliana, y desde entonces nunca había vuelto a sonreír; tenía un concepto de las mujeres poco inusual y me hice la promesa de no volverme a enamorar, pero con ella, Mariana, era una sensación diferente, única que hacia recuperar mi virilidad.

Seis de la tarde. Un atardecer lleno de nostalgia, recuerdos que hacen pensar que viene un futuro mágico, la luna está en todo su esplendor, las estrellas brillan y en cada una de ellas se podría observar las figuras literarias que juegan con el romanticismo de la noche. Estoy en la misma posición cuando recordé la primera vez que vi a Juliana, una tarde de febrero hace ya 25 años; sus ojos color miel, me cautivaron desde el primer momento y me dije:” ella tiene que ser para mí”. Era una mujer delgada, cabello color castaño, con una mirada dulce, inocente pero se veía que había sufrido demasiado y buscaba escapar hacia un lugar desolado, libre, donde pudiera correr y poder desfogar toda esa energía negativa que la había acompañado desde hace mucho tiempo.

La plaza estaba engalanada por las fiestas de Padua, un pueblito colonial donde, según una leyenda, después del jolgorio, muchas parejas salían prácticamente rumbo al altar. Duré dos días observando todos sus movimientos hasta que supe que ese día se marchaba para su tierra natal. No podía desperdiciar esta oportunidad pero estaba tan ensimismado, que la cabeza me daba vueltas y no se me ocurría nada para acercarme a ella. De pronto observé que tenía dificultades para comprar el pasaje de regreso; me acerqué, escuché que le cobraban más que el de venida y que tenía que estar hoy mismo para no tener problemas. Me compadecí de su situación; terminé pagando el sobrante y ella me regaló un fuerte abrazo que ha sido lo más significativo que he tenido en mi vida. Desde ese día, se me volvió una obsesión el conquistarla y juré que no descansaría hasta lograrlo; el amor había entrado por primera vez en mi corazón.

Por cosas de la vida, del destino, Mario, mi mejor amigo, me ayudó a localizarla y resultó ser vecina en el mismo barrio; él le habló de mí y concertó nuestra primera cita en un restaurante elegante del centro de la ciudad. Fue una noche maravillosa, las miradas se encontraron cada vez más como si nos hubiéramos conocido de toda la vida. Tuvimos una infancia muy parecida, llena de altibajos pero lo que más nos dolió fue no sentir el amor de padre y madre, pero tal vez eso nos hizo más fuertes para afrontar la vida con verraquera y altivez. Fuimos a mi apartamento y la luna nos hizo el preámbulo de algo majestuoso que duraría veinte años; la vida se encargaría de cambiar el rumbo de este idilio.

Los primeros años de matrimonio fueron de mucha profundidad con los problemas normales en una relación de pareja. Cada uno tenía su trabajo, soñábamos con tener dos hijos para lograr el hogar perfecto; sin embargo, cada vez que tocábamos el tema, ella lo evadía, que hizo sentirme inquieto como si fuera un mal presentimiento. Se ponía muy nerviosa, le pedía explicaciones con respecto a su comportamiento pero decía que le diera tiempo, que muy pronto sabría los verdaderos motivos por los cuales actuaba así. La amaba tanto que no quise presionarla más sin imaginar que las cosas cambiarían para siempre.

Programamos un viaje de fin de semana a una cabaña en Pajuil, un pueblito tranquilo, romántico, el sitio ideal para aclarar muchas cosas que estaban agazapadas desde hacía mucho tiempo pero que el trabajo nos lo había impedido. Salimos el sábado temprano para poder aprovechar los dos días al máximo; se veía radiante, sonriente y sentí que íbamos a vivir una segunda luna de miel. El día estaba soleado, caminamos por las calles empedradas, nos sentíamos completamente libres y disfrutamos al máximo el recorrido. Al anochecer, compramos dos botellas de vino, algo para cenar y recordar viejos tiempos. Llegamos a la cabaña, prendimos la chimenea, destapamos la botella de vino, nos sentamos frente a ella, nos besamos como dos adolescentes y la noche prometía algo mágico, lleno de fantasía. Cuando estábamos en lo mejor de la velada, de repente ella se atacó a llorar y dijo que no podía ocultarme más algo de su pasado que cambiaría completamente el rumbo de nuestras vidas. Confesó que habían sido los años más hermosos como nunca se los imaginó, pero a medida que iba pasando el tiempo, sentía que su conciencia la traicionaba y que yo no merecía una mujer como ella. Me aturdí ante esas palabras, iba hablar pero no me dejó y me soltó la noticia sin anestesia: era casada y con dos hijos pero que vivían en el extranjero y que su esposo le había ganado la custodia y que no soportaba más el estar lejos de ellos. No supe que decirle, mi corazón se volvió pedazos, ella se levantó, se encerró en el cuarto y yo me quedé llorando como un niño. Al otro día, en silencio, nos devolvimos sin pronunciar palabra; ella prometió anular el matrimonio y desaparecer para siempre. Era tanto el amor que le tenía que no quise denunciarla por bígama. De eso ya han pasado 5 años, dedicado a mi trabajo pero no quise volver a saber de mujeres durante mucho tiempo hasta que llegó Mariana, que me ha hecho meditar que tengo derecho a tener una segunda oportunidad. No quisiera volverme a estrellar pero solo el destino lo dirá.

Escritor: Juan Carlos Gómez Garzón