El metro en Madrid me inspira desde el primer momento que monté en él. Hacía ya tres meses que por temas de trabajo me movía con una motillo por la superficie de esta ciudad. Pero casi se me olvida, sin quererlo ni mucho menos, todo lo que este dragón rugiente de metal suponía en mi mundo de las emociones.
Me encanta observar y aprender de los manjares que la vida nos ofrece en la cotidianidad y que no somos capaces, a veces, de darnos cuenta que viajan con nosotros en el mismo tren. Hoy, cuando me senté y miré al frente, me encontré con un sinfín de criaturas agarradas a un aparato electrónico que se llama móvil o mejor, más moderno: teléfono inteligente. De repente y como con un gesto de ansiedad me toqué el bolsillo derecho de la chaqueta y ahí estaba el mío. Sin batería y parecía como si el aire me faltara. Decidí olvidarme de dichoso aparato y entretenerme con lo que lo había hecho toda mi vida; con la gente. Mis compañeros de vagón conformaban un grupo de lo más diverso.
La heterogeneidad homogénea era la característica principal de entre todos los títeres que mantenidos por los hilos de las nuevas tecnologías allí estábamos. Al fin y al cabo todos sosteníamos un móvil entre las manos pero no todos éramos iguales de felices o iguales de tristes, iguales de gordos o iguales de delgados, ni siquiera ni igual de ricos o igual de pobres. Definitivamente, ni igual de nada, ni igual de todo. El trayecto avanzaba y observé como aquellos títeres hablaban por la mensajería instantánea del momento que se llama «Whatsapp». Los tristes compartían conversaciones tristes con sus amigos por el teléfono y los alegres, imagino, compartirían conversaciones y emoticonos alegres con sus grupos de iguales y fue en ese justo momento cuando en mi cabeza apareció la figura de «el amigo o la amiga». Nadie levantaba los ojos de sus pantallas. Qué importante es la figura del amigo en el desarrollo del ser humano como persona íntegra.
Y fue entonces que yo habiendo sido alumna de la EGB y de aquella generación en la que los niños nos hacíamos colega de los virus de las gripes para que no nos afectaran y pudiéramos estar, a pesar siempre del frío, tirados en la calle jugando a la botella, elástico o pelota en lugar de en nuestras casas liados de los mandos de las playstations que pensé si las fábricas de amigos de estas nuevas generaciones, seguían haciendo amigos como los de entonces. Y pensé como los grandes amigos, que siempre son pocos, resisten a todo tipo de tempestades puestas por el tiempo y aunque no, siempre, a nuestros lados físicos, sí siempre con nosotros para lo que nosotros necesitemos y eso es la lealtad a la que aquella generación, sin cables, estábamos acostumbrados.
Aquellas tardes de domingo cabreadísima recorriendo todas las calles del pueblo para encontrar a mis amigas que, casualmente, aquel día habían decidido cambiar de sitio; aquellos recreos en los patios del instituto matándonos por coger la palabra para hablar… aquellos maravillosos años sin interrupciones. Entonces, en el metro todavía, y recostándome en el recuerdo maceré una tímida sonrisa con el acompañamiento de emoción bañada en mis ojos vidriados y pensé que este pequeño homenaje, a la simpleza de mención de amigos era, hoy, importante. La voz de megafonía interrumpía la calma en mi interior desvelándome que el fin de mi trayecto se aproximaba. Salí del metro y allí, me esperaba, una grandísima amiga con la que había quedado para tomar un café y a que me ayudara a poner la vida en perspectiva. Me dio una colleja porque me había escrito cien whatsaaps y yo iba sin batería.
Y así es la vida y así se la hemos contado, amigos. Así que me di cuenta de que efectivamente fuéramos quienes fuéramos y de la generación que fuéramos, estábamos guiados por los hilos de las tecnologías y que éramos unos absolutos esclavos de su dependencia. Miré a mi amiga, esbocé una gran sonrisa, le di un abrazo y le dije: «Me alegro de haberme quedado sin batería y poderte decir a la cara que muchísimas gracias por todo lo que haces por mí, muchísimas gracias por existir y que la próxima vez ahórrate la colleja o que sea, al menos, una mijita más floja». Nos abrazamos, nos reímos y continuamos caminando disfrutando de la verdadera esencia de todo aquello que es la pura amistad.
Escritor: Fatima de ALba Aragon