El siglo XIX fue un siglo inundado por la corriente del embravecido modernismo, un siglo que acunó sensibilidades que, para escapar del caos de la vida moderna, sucumbieron a la tentación de la mediocridad. Pero este no fue el caso de Nikolái Vasilyevich Gógol quien, a pesar de que experimentó esa extraña incomodidad en el alma propia de las paradojas de la vida moderna, fue un buscador incansable de la conciliación entre sus contradicciones. Porque Gógol fue un hombre que vivió en constante contradicción: por un lado, poseía una fuerte inclinación hacia la espiritualidad del mundo cristiano, mientras que, por el otro, su espíritu se sentía profundamente arraigado a una carnalidad pagana. Gógol conjugaba comedia y tragedia, insensibilidad y sentimentalismo desmedido, dominio brillante de la lengua y tartamudez e incompetencia, estricto realismo y exageración e hipérboles carnavalezcas.
Creemos que esta dicotomía interna fue el resultado de una vida en dos universos simultáneos: un alma sensible que aún conservaba el recuerdo de un mundo antiguo, pero que vivía en un siglo absolutamente atravesado por el modernismo. En esto radicaba el tormento más grande del escritor, en la imposibilidad de aunar las dos naturalezas que se disputaban en su alma: la espiritual y la material.
El aspecto material de la vida, su corporeidad, lo intranquilizaba y establecía una zona de conflicto para el atribulado Gógol. Sus aficiones corporales constituían verdaderos rituales sagrados, intentos desesperados por ordenar lo interno a partir de lo externo. Mientras Gógol mostraba una desmesurada preocupación por vestir ese cuerpo que tanta atención le demandaba, con su glotonería intentaba llenar esa vacuidad existencial que lo helaba por dentro. Sin embargo, no pudo hallar la unidad en la contradicción y continuó percibiendo cuerpos fragmentados sin almas y almas sin cuerpos, como fantasmas. Todas estas características lo convirtieron en un personaje excéntrico, caricaturesco, una figura ridícula, cómica, pero trágica en el fondo.
Desde una edad temprana, Gógol aparece descripto por sus biógrafos como un muchacho débil y enfermizo, pero con el correr de los años esa enfermedad física parece también afectar su espíritu que adopta un estado de «misticismo». La realidad era que a Gógol le dolía ese mundo ausente y vacío de valores. Esa era la enfermedad que lo aquejó desde que tuvo conciencia, la enfermedad de un mundo desacralizado, del cual Gógol deseaba huir para dejar atrás ese frío que lo gobernaba.
y es esa melancolía, ese duelo eterno, lo que Gógol nunca pudo elaborar por la pérdida de lo sagrado. Lo sagrado es, en la modernidad, amenazado por un nihilismo profanador que persigue al escritor alrededor del mundo para calarle el alma. De ahí su frío, de ahí su enfermedad. Gógol tuvo la fortuna y la desgracia de ser el primero en enfermar por la fractura religiosa de Rusia. Se preguntaba qué otra cosa se podía hacer sino hablar de Dios en una época en la que se experimentaba involuntariamente esa necesidad. Como todo primer hombre en algo, Gógol vivió bajo la sombra de la incomprensión y de la soledad, que se fueron acentuando con el paso del tiempo.
En su obra se ve reflejada esta constante preocupación por el tema del Bien y el Mal. Un Mal que se manifiesta en las contradicciones de la modernidad, un Mal que se disfraza con las más insólitas máscaras, presente en la destrucción moral, en la desacralización, en el nihilismo, en el vacío. El Mal de Gógol fue un Mal moderno. A la edad de 19 años, Gógol se traslada desde su ciudad natal, Soróchintsi, a la capital rusa de San Petersburgo con el propósito de convertirse en actor. Rápidamente su anhelo se ve frustrado y termina trabajando en un empleo administrativo burocrático.
El contraste entre la calma de la ciudad provinciana que abandona y la explosión del mundo de San Petersburgo pareció afectar profundamente al escritor. Es en este contexto en el que Gógol descubre la verdadera máscara del Mal. El diablo, lejos de tener un aspecto extraordinario, es lo pequeño, lo trivial, lo mezquino. Durante esos años, Gógol reconoció en los rostros sin almas de los empleados estatales la manifestación más clara de que el diablo tiene un semblante común, familiar, un verdadero rostro humano, el rostro de la muchedumbre. Lo que Gógol había comprendido en ese empleo, en esa ciudad anónima, era que la encarnación del diablo era la mediocridad. Esa misma mediocridad que mencionamos anteriormente, la mediocridad del hombre que escapa de la vida moderna, del hombre que escapa del Mal. Es, entonces, la mediocridad salida y asiento del Mal.
Escritor: Ana Vidal