Casas blindadas

Otra vez están haciendo parte del paisaje citadino en Colombia las casas con enormes rejas, puertas blindadas, chapas de seguridad, muros altos, cadenas, alarmas, vigilantes, encerramientos con mallas y púas, etc. Como en la inolvidable violencia de los años ochenta, la gente no parece vivir hoy en casas sino en celdas, donde al mejor estilo de las cárceles modernas se vigila a través de cámaras hacia el exterior. El miedo se apodera cada día más de los transeúntes, quienes prefieren llegar temprano a casa antes de ser víctimas de la inseguridad generalizada que vive el país. De manera espantosa y a cualquier hora del día sin importar el lugar, barrio o zona, una persona puede ser víctima de un atraco a mano armada en todas sus formas, a pie, desde un carro o desde una motocicleta.

Proliferan de nuevo los hurtos a las tiendas de barrio, almacenes, farmacias, carnicerías y todo establecimiento público donde se maneje dinero en efectivo. El raponazo, que parecía extinguido de la órbita urbana, ha vuelto a hacer de las suyas arrebatando celulares, cadenas, bolsos, aretes y cuanto elemento de valor esté descuidado por algún ciudadano distraído. En las afueras de las universidades, ladrones con sus motocicletas encendidas esperan a sus víctimas para despojarlas de computadores portátiles, calculadoras y otras herramientas tecnológicas de gran valor. Nuevamente en las grandes ciudades se ven transitar los automóviles con los vidrios cerrados y los transeúntes desplazarse sigilosos, mirando de un lugar a otro, con temor a ser sorprendidos por el paseo millonario, la escopolamina, el cosquilleo u otra modalidad de agresión.

Llama la atención de todo esto que los ciudadanos no denuncien ante las autoridades respectivas, tal vez por temor, desconfianza en la policía o por la laxitud de las leyes, las cuales determinan esos actos como delitos de mínima cuantía y por ende excarcelables, ahora, si estos delitos son cometidos por menores de edad, se sabe que el sistema los protege y ampara. Así como aseguran que las ratas cuadrúpedas se reproducen y alimentan de la basura, desperdicios e inmundicias, las ratas bípedas están aprovechando el desorden que se vive en algunos centros urbanos, donde pululan las ventas callejeras, los trancones, las ventas de licor en garajes, la prostitución exhibida como cualquier mercancía, jíbaros y alcohólicos apoderados de zonas verdes y parques, carros mal parqueados y motocicletas transitando por los andenes, donde hay caos urbano, los hampones aprovechan para hacer de las suyas. A decir verdad, a los alcaldes se les está olvidando poner orden en sus municipios, donde con facilidad los ciudadanos están siendo atropellados sin compasión por unos cuantos bandidos.

Como las cosas hay que llamarlas por su nombre y decir siempre la verdad, no se entiende como hay funcionarios gubernamentales empeñados en decir y hacer creer que todo está bien; mentira, en términos de seguridad y convivencia en vez de avanzar el país retrocede. A la oleada de inseguridad hay que sumarle la falta de cultura ciudadana, antes la gente vivía tranquila y en paz, reconociendo y saludando al vecino, respetando y compartiendo sin temores ni egoísmos. Hoy, en los ascensores de los edificios se es indiferente ante la presencia del otro, de ahí que no se salude, no se reconozca pero sí se desconfié. Puede ser que toda esa desconfianza provenga de la astucia de los delincuentes, quienes se camuflan en cualquier barrio o unidad residencial con el fin de no levantar sospechas, y, es que no han sido pocas las sorpresas de algunos ciudadanos cuando ocurre en la casa vecina, un allanamiento realizado por la policía y ven salir personas esposadas. Se volvió una incógnita saber quién es quién, por eso cuando llega la noche la gente se va encerrando en su “celda”, no sin antes darle vueltas y vueltas a la chapa de la puerta asegurando su familia. No bastan los vigilantes, quienes se multiplican como ejércitos, es necesario otras medidas para estar tranquilos en esas casas blindadas.

Como no añorar aquella época cuando la gente vivía tranquila y se sentaba en las aceras a ver jugar a los niños, ver pasar carros y gente; había sentido comunitario, la gente era solidaria y respetuosa, cuidaba lo propio y lo ajeno haciendo común todo aquello que podía servir a los demás. Como el egoísmo era escaso y a veces incipiente, todos cuidaban de todos y había sentido de pertenencia por el territorio, hoy sólo quedan barrios tristes y solitarios, donde los vecinos se sienten distantes unos de otros, cercados por muros y rejas al mejor estilo de las infames murallas que dividen algunas naciones y donde la indiferencia circunda aun cuando estén atropellando al otro.

Escritor: Carlos Mario Cortés Rincón