A VUELTAS CON LA LECTURA.

Comentaba un eminente poeta granadino que 48 años son una broma muy pesada, demasidada carga como para no entender que pocas cosas la compensan; pasear, estar con los amigos y sobre todo leer y escribir. Estoy de acuerdo, para quienes gustamos de las pequeñas cosas cotidianas las palabras de Antonio Enrique –así se llama el autor antes citado- son un referente con rango de certeza. Hace tiempo que descubrí que la lectura es una de las cosas que más me satisfacen en la vida. Anhelo el momento pausado y calmado de las 11 de la noche en el que la casa se ha quedado tranquila, dormida tal vez, para tumbarme en la cama, extender el brazo hasta la mesilla y coger cualquiera de los 15 o 20 libros que siempre están depositados encima de ella.

He escrito bien, 15 o 20, tal vez más, son los ejemplares que suelen amontonarse en el reducido espacio de mi mesilla. No soy hombre de un solo libro a cuya lectura me dedico en cuerpo y alma hasta terminar con la última palabra, soy más bien un compungido lector incapaz de permanecer fiel a un ejemplar, es más, a veces, como si tuviera que reposar algunos indigestos capítulos, aplazo y emplazo la lectura de algún manuscrito hasta tiempos futuros. No se me juzgue ingrato por esta actitud; todo el tiempo en que no leo las páginas de ese libro en concreto no significa que lo haya relegado al anaquel de los no leidos, ni mucho menos, se queda ahí, junto a mi, macerando el contenido hasta que mi estado de ánimo me lance un pellizco interior que me obligue a estirar nuevamente el brazo, deshacer la montaña de ejemplares que a duras penas se mantiene en un inestable equilibrio, y alcanzarlo.

Muchas veces me han preguntado cuántos libros hay en casa y mi respuesta es siempre la misma: no tengo ni idea, me niego a someter a reglas cartesianas y de orden a quienes considero los responsables de una buena parte de la felicidad de mi vida. Lo que si sé, es cuáles son, y lo que ocupan. Demasiado espacio a juicio de mi mujer, tanto que terminaran por echarnos de nuestro hogar. Ella, con la sutileza y el cariño que ponen las mujeres cuando te quieren convencer de algo, me recuerda que existen maravillas digitales, que amén de ser más económicos, no ocupan practicamente espacio alguno. Vanos argumementos para quienes amamos el libro en formato impreso. A buen seguro un poco de razón no le falta, pero yo le contesto con la misma convicción que los libros digitales son para otros, tal vez para gente más joven que no sea capaz de temblar al abrir las páginas de un ejemplar que huele a humedad.

En psicología nos enseñanaron que el olfato es el sentido más profundo que guarda nuestra memoria, no en vano, un perfume que reconocemos en una presencia extraña, nos devuelve un tumulto de sensaciones agridulces relacionadas con la evocación del recuerdo de quien alguna vez usó esa colonia. Es imposible eliminarlo de nuestro cortex cerebral. Pues bien, los bibliofilos, tenemos grabado a sangre y fuego en nuestra pituitaria (y en sabe Dios qué partes del cerebro) el olor de los libros ancianos, porque los libros no son viejos, eso se queda para las casas, los muebles o las personas, pero no para los libros.

Tanta reflexión a contrapelo y a vuela pluma sobre la lectura me ha despertado un apetito voraz de Sandor Maray, de Mario Benedetti y para postre Fernando Pessoa. No está mal el menú. A ver si dan pronto las 11 de la noche, o mejor, a ver si es posible que mañana me despidan y pueda trasnochar para cumplir con el rito de colocar las almohadas, encender la pequeña lámpara, dar un beso a quien ocupa el lado derecho de la cama, y dedicarme a la lectura. ¿Se imaginan? Toda la noche, cada día, cada sueño, cada libro…

Escritor: LUIS RODRIGUEZ BAUSA