Al FINAL

A lo lejos, el eco del estallido se perdía y la noche se silenció por un instante, por una ínfima porción de tiempo, como si la suave brisa que soplaba esa noche se hubiera detenido de repente, y su último susurro hubiera impactado y enfriado mi rostro, dejando en mí, ese aroma sutil de la pólvora recién quemada, ese olor, ese dulce placer, me hacía recordar las tardes cuando veía a mamá recostada en la hamaca de fibra que tendía del patio de la casa, y ese aroma a agua flores, colonia que se conseguía por dos mil quinientos pesos en la plaza de la quinta, mezclada con el humo de tabaco, y los residuos de aguardiente que seguramente algún tipo escupió, o que ella misma salpicó en el afán de dar placer a quien acababa de pagar por ella, todo esto, saliendo del mismo vestido con el que la había visto la tarde anterior.

Ella por su parte amenizaba su sueño con las notas graves y a veces agudas de su ronquido, yo la observaba, la contemplaba a la par de su sinfonía, y ese aroma, el mismo de hoy, que me llenaba de regocijo, porque sabía que ella estaba allí. Todo el día, desde que veía la primera luz del amanecer, la esperaba, quería que entrara a la casa, ver sus pasos tambalear como de costumbre por todo el trago que había tomado, con ese vestido corto de una sola pieza que intentaba cubrir sus piernas delineadas por el brote verdeazulado de sus venas y algunas manchas negras con formas abstractas que se formaban en ellas después de algún golpe. Tan ceñido le quedaba ese vestido, que hacía que sus lánguidos senos se aplastaran contra el resorte del escote y su pecho se brotara, a tal punto de hacer más notoria la deformidad que el tiempo deja al pasar.

La esperaba; sin embargo, al caer la tarde, se ponía en pie, y con una leve caricia en mi cabeza se despedía, como queriendo llenar los enormes vacíos de afecto que había construido a lo largo de estos trece años, luego caminaba hasta su cuarto y rociaba en todo su cuerpo la colonia, se colocaba los zapatos rojos de plataforma y revisaba la cartera dorada en la que un día, buscando algo de dinero, miré que guardaba un rollo gastado de papel higiénico, un labial, algunos sobres plateados con un dulce aroma, que con el tiempo entendí que eso ayudaba a mamá a no tener más hijos, y cuidarla de enfermedades, mire también un crucifijo de madera con un cristo de metal cuyo oxido lo compartía con una vieja pistola que mamá revisaba siempre antes de colgar su bolso en su hombro y constataba que las mismas dos balas siguieran en su lugar, luego acomodaba su cabello con sus manos, y caminaba por el corredor hacia la puerta haciendo sonar sus zapatos, que a la vez era el último despido que tenía.

Al sonar la puerta, Beatriz, salía alegremente de su cuarto, entendía que mamá se había ido por fin, y que no tendría que oler ese aroma de calle que yo disfrutaba tanto. Ella al comienzo me acompañaba en las tardes a ver a mamá, a sentir su presencia, hasta que una noche mientras dormíamos, escuché un gran estruendo, y los gritos ahogados de Beatriz, como si trataran de estrujar su cuello. Entonces, me puse de pie, creyendo que se trataba de algún episodio de una acostumbrada pesadilla, Salí de mi cuarto y corrí hacia donde me llevaba el sonido, entonces vi a mamá recostada en su hamaca con un cigarro en la boca, que se encendía en la oscuridad cada vez que ella lo aspiraba.

Por un momento pensé que lo había imaginado, hasta que un nuevo grito me convenció que todo era verdad. Así que corrí hasta donde mi hermana y la encontré forcejeando con un tipo desconocido, pero era evidente que él tenía la ventaja, sobre el suelo reposaba la blusa arrancada de Beatriz, mientras aquel tipo intentaba desnudarla totalmente y paseaba su lengua por el cuello, la boca, y las mejillas de mi hermana, ella con un esfuerzo que parecía más de resignación ante la imponencia de aquel tipo que la doblaba en peso y estatura esperaba que alguien cambiara de rumbo su destino.

En realidad no sé qué doblegó más a ese hombre, si el estallido de mi grito o el golpe en la cabeza que le propiné con una de las bases flojas que sostenía la cama, el caso es que al mirar la sangre salir de su cabeza, y mi decisión por acabar de reventársela, hizo que saliera corriendo del cuarto y le reclamara a mamá, en esas nos dimos cuenta que el trato se había cerrado por ochenta mil pesos, y transaban el cuerpo aún no tocado de mi hermana. Mamá le pasó unos billetes al hombre y este salió de la casa, tumbando todo aquello que en su paso se atravesaba. Desde entonces ese olor de mamá, el mismo que hoy me impregna, el mismo que rodeaba al viejo ese, ha sido lo que alejó de mi compañía a Beatriz, en aquellas tardes soleadas contemplando a mamá mientras la teníamos cerca.

Ojalá las cosas no hubieran sido así, y este eterno silencio que me acompaña fuera interrumpido por el bullicio y las luces incandescentes de la autoridad, es más, quisiera que en verdad todo esto hiciera parte de un episodio más de alguna pesadilla. Sólo sé que corrí rápidamente, no razonaba, no quería hacerlo. Llegue al cuarto de mamá y encontré su bolso dorado, lo abrí y tome la vieja pistola que se atoraba con el crucifijo como queriendo impedir mi acto, la cogí, y corrí, y en cada paso mi ira aumentaba, y la imagen se volvía reiterativa, busqué en toda la casa, pero ya no había nadie.

Salí a la calle, y camine lentamente por la avenida principal, atravesé la panamericana y llegué a un pequeño bar, de mal aspecto, oscuro. Sabía que había llegado, pues aunque hoy el letrero de ladys, se encontraba cubierto por la publicidad electoral de un candidato de izquierda con el lema mano firme corazón grande, podía reconocer ese olor. Entré, ocultándome en medio de algunos bohemios, y borrachos que disfrutaban del placer del pecado. Llegue hasta la barra, y me dejé conducir por los recuerdos más lejanos de mi infancia, cuando vine aquí por primera y única vez. Atravesé el pasillo, y mi memoria me detuvo en la segunda de las tres puertas blancas que reposaban en ese lúgubre espacio. Abrí sin tocar, y sobre la cama estaba el brasier de Beatriz, no había nadie, así que salí, pero a mitad del pasillo, vi a un hombre que reconocí en la distancia, el viejo que intentó abusar de mi hermana, él también me reconoció y emprendió la carrera, atravesó el salón principal y tomó un camino que no pude descifrar.

Impotente los recuerdos se volvían cada vez más fuertes, más detallados, ya no eran sólo imágenes, eran olores, colores. En verdad no sé cómo sucedió todo, cuando desperté, producto de algo que podría ser un presentimiento, fui a su cuarto y la miré tirada sobre el suelo, como si se hubiera caído de la cama, pero sobre sus piernas destilaba sangre, al igual que en las sábanas y en la pared, las ropas delicadamente acomodadas en la mesa junto al radio, su blusa y tanga están como si no se hubiese dado algún forcejeo, su rostro impregnado de un tipo de fluido que parecía vomito pero blanco y una respiración tan leve que se perdía cada vez más desaparecer.

Mi mente volvió al bar, y su silueta se dibujó cerca a la puerta de salida, entonces saqué la pistola que había ocultado en medio de mi pantalón, sin decir una palabra, salió corriendo, al sentir la culpa del pecado que perturba su cabeza. Salí entonces a la calle y miré que tan sólo había avanzado unos metros, así que estire mi brazo y apunte a su cabeza, disparé. Esto no debió ser así, por eso disfruto por última vez el olor de su cuerpo, ese aroma a agua de flores, tabaco y alcohol que me hacía sentir cerca de ella, mientras la sangre recorre ese vestido ceñido que tanto gustaba y agradezco que esa pistola tuviese dos balas, una para mamá que sin remordimiento lo hice y una para mí, para no olvidar su olor.

Escritor: JAIVER CADENA CAMUEZ