Un hombre, de quien nada sabemos y de quien a la postre nada sabremos —ni siquiera su nombre—, se dirige a un lejano poblado, donde parece que el tiempo se hubiera detenido en un remoto pasado, con el propósito sereno y firme de arrancarse la vida de un pistoletazo. Es un artista, un pintor más exactamente, un lisiado entrado en años de aspecto famélico, apesadumbrado e inaccesible, que ha perdido la pasión, el deseo, las ganas o lo que sea que impulse a un hombre a seguir viviendo.
Desconocemos las razones que lo han llevado a tomar la decisión de eliminarse, de llevar al culmen la negación que padece de sí mismo, pero da a entender, en un breve diálogo con Ascen apócope de Ascensión, nombre de la anciana en cuya casa se hospeda—, que su situación no tiene remedio, que su única posibilidad es tirarlo todo porque ya nada sirve. Aquí no cabe la esperanza, no hay porvenir.
En este sentido, Japón (2002) parece aludir pues a la extrañeza, a lo ajeno, a la lejanía del sí mismo con respecto a la exterioridad que este hombre experimenta en dicha situación extrema. Japón representa el afuera y la imposibilidad de participar de él, de comunicarse y relacionarse con el otro, la condición agónica existencial de sentirse extranjero en la realidad, sumido como está en la oscuridad de su interioridad por impotencia de ser.
Esta dolorosa dualidad es expresada bellamente por el director mediante un continuo contraste, con tomas secuenciales de primer plano y abiertas, entre el microcosmos que es el hombre y el macrocosmos que es la naturaleza. Sin embargo, es justamente en medio de este entorno ajeno, y por gracia de la benévola anciana (quien extrañamente suscita en él la pasión sexual y, por tanto, vital), que logra cierta reconciliación consigo mismo y con la realidad. En una escena cargada de gran esplendor, lirismo e intimidad, de pie ante un enorme y extenso cañón, revolver en mano, el hombre se apresta a dar fin a su vida, pero, frente a él, la naturaleza (la vida) se le impone en toda su magnificencia y, tras él, la muerte en toda su desolación (representada por el cadáver de un caballo), lo cual hace que sea incapaz de cumplir su propósito de dejar de ser. Como extenuado ante esta fuerte experiencia afirmativa, el hombre cae rendido, vivo, junto al caballo muerto.
De aquí en adelante, intentará aferrarse a la vida por vía del instinto vital de la sexualidad que despierta en él Ascen, proponiéndole un encuentro sexual; propuesta que ella acepta con increíble naturalidad. Su intento de poseerla es un fracaso, pero ello no implica nuevamente la negación de su existencia, sino que, por el contrario, supone un vínculo fraternal con la viuda (con quien inicialmente era frío y hostil), que se manifiesta en interés y preocupación por la suerte de esta, cuya casa está en peligro de perder.
Ascensión, con su vitalidad, a pesar de sus achaques, y la pasión sexual que encarna, acaso represente para este desencantado hombre la afirmación de la vida, afirmación que, en todo caso, logra gracias a ella. Pareciera que su papel fuera redimirlo de su pesadumbre mortal, asistirlo en una suerte de asunción (“la de la Virgen María que subió con los ángeles al cielo”) simbólica, para posteriormente realizar su propia ascensión (“la de nuestro señor Jesucristo cuando subió a los cielos sin ayuda de nadie”) real con su muerte.
Finalmente, hay que resaltar la maestría de Reygadas (Ciudad de México, 1971) en el manejo de los recursos técnicos para presentar sin dramatismo ni aspaviento la sorda tragedia de este hombre anónimo con sus extraños sucesos, así como para comunicar y provocar a través de la imagen una gran cantidad de fuertes sensaciones y emociones encontradas sin apelar al efectismo ni al sensacionalismo, sino con gran naturalidad. Reygadas no busca congraciarse con el espectador ni entretenerlo, sino tocarlo en lo más íntimo poniéndolo en situaciones límite de la realidad cruda, sin adornos, sin circunscribirlas a ninguna concepción moral o ideológica.
Escritor: Alexander Álvarez
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