La paz, ese tema tan complejo, lejano, y por momentos utópico, se ha convertido en el asunto de mayor interés nacional en los últimos tiempos, abriendo paso a un debate de grandes proporciones entre quienes la defienden a ultranza y quienes dicen defenderla, aunque sus acciones digan lo contrario. De un lado hay quienes avalan y comprenden que, para concretar ese sueño latente de suprimir la violencia en nuestra sociedad, es necesario someter los puntos más neurálgicos a debates serios, donde no se busque la imposición de criterios sino soluciones coherentes. A su vez, están los que abogan por el sometimiento incondicional del grupo beligerante de las FARC.
La discusión, lejos de reducirse a un sometimiento o no, abarca temas sumamente complejos, los cuales deben abordarse con la mayor consciencia y responsabilidad, pues, pese a que las FARC llevan a cuestas cientos de crímenes y barbaries, deben su origen a una época remota en nuestra historia, pero no por ello ausente: La Violencia, ese periodo de tiempo dedicado a los excesos, la injusticia y los odios; alimentado, la más de la veces, por la arenga inconsecuente de una posición política reducida a un color, rojo o azul, nos dejó como herencia grupos armados que, a su paso, reprodujeron la guerra.
El Frente Nacional , esa figura indefensa que comenzó como la solución a los enfrentamientos partidistas, se convirtió en un monstruo de grandes tentáculos una vez se visibilizaron grupos sociales que no se inscribían en ninguno de los dos bandos de siempre, liberales y conservadores. Desde entonces, sobre todo a raíz de las cuestionadas elecciones de 1970, el inconformismo social se empezó a notar por medio de grupos guerrilleros que, ante la impotencia de la democracia restringida impuesta por el Frente Nacional, los agites mundiales en torno al comunismo y el triunfo de la revolución cubana, soñaban con tomar el poder por las armas.
No obstante, pese a que ésa no fue la semilla que gestó a las FARC, determinó el futuro de la organización armada que comenzó con un puñado de campesinos en Marquetalia, como forma de resistencia ante los desmanes de un Ejército empeñado en exterminar los reductos liberales. En adelante, terminaría convertida en el verdugo indeseable del grupo que decía defender: el pueblo. La práctica del secuestro y la incursión en el narcotráfico se convirtieron en las fuentes de financiación del grupo armado, lo que terminó por desviar los ideales y convertirlo, ya no en héroe, sino en villano.
Como las FARC, además, hubo otros grupos guerrilleros que le apostaron a reivindicar los derechos de los desprotegidos. Algunos lograron cierta connotación y protagonismo, como el M-19, o el ELN; pero ninguno se mantuvo tanto tiempo, la prueba está en que la inmensa mayoría nació después que las FARC y terminaron mucho antes. El caso más notable, entre todos, fue el del M-19, una organización que duró menos de dos décadas, pero que asestó duros golpes al Gobierno, desafiando al país entero. El desenlace, al mejor estilo de los finales deseados, fue la deposición de las armas y la reincorporación a la vida civil.
No fue fácil, incluso todavía, los que se salvaron de ser acribillados, llevan a cuestas ese pasado, y así tiene que ser, una cosa es el perdón y otra el olvido. No podremos olvidar jamás la barbarie del Palacio de Justicia, ni la toma de la Embajada de República Dominicana, tampoco el robo de las armas del Cantón Norte, mucho menos los muertos que quedaron detrás de sus acciones. Sin embargo, al viejo estilo de Nelson Mandela, Gandhi o Aung San Suu Kyi, podemos perdonar, y lo hicimos cuando los aceptamos en la vida política, haciendo uso de las armas democráticas, no las de fuego.
Que el pueblo juzgue, de eso se nutre la verdadera democracia. Por ello, el debate más serio que debe librarse en este momento es aquél que muestre el camino hacia la reconstrucción nacional. Que las negociaciones actuales den sus mejores frutos y sirvan para deponer los viejos odios y construir, entre todos, el marco legal que debe sellar este pacto histórico. No tiene sentido rehusarse a una Asamblea Constituyente, es lo más normal, debe darse. No olvidemos que el M-19 fue un protagonista importante dentro de la construcción de la Carta Magna que hoy nos rige a los colombianos.
Ahora, cabe recordar también que, por mucho que se avance en materia de diálogos con los guerrilleros, el país debe ser consciente de que los cambios que se proponen deben ser reales, concretos, palpables; pues, la paz no se alcanza en un tratado firmado por todos, se necesita un compromiso que trascienda y se refleje en la sociedad. Las banderas podrán enarbolarse y, aún así, no habrá paz mientras haya injusticia, impunidad, corrupción, desigualdad, entre muchas más. Se necesita prestar más atención a aspectos relevantes como la educación, la cultura y el desarrollo si realmente queremos construir un país en paz.
Escritor: María Jimena Padilla Berrío.