Consideraciones sobre la escritura en el mundo actual

Parece que el segundo milenio ha comenzado con la necesidad de revisar la imagen y tarea del escritor de literatura, y la función de ésta dentro del campo social. Bien, es evidente que escritor y literatura ya no son significantes «fuertes» en una época donde se plantean problemas cruciales de interés global, como la superpoblación, la crisis alimentaria, la debacle económica europea, etcétera. Sin embargo, se sigue escribiendo, desde una editorial masiva, un taller literario de barrio, una feria de fanzines, una habitación, o el banco de una plaza. La palabra se sigue usando desde el derroche, es decir, para dar cuenta de un tipo de escritura no utilitaria, no denotativa, hecha por placer, o aburrimiento. Se sigue escribiendo por escribir, pero desde ópticas y lugares diferentes a los tradicionales.

Recordemos rápidamente el mundo de la literatura contemporánea: el siglo diecinueve se cierra, por un lado, con la imagen romántica del escritor nacionalista, patriota, guía iluminado de las masas para su emancipación política, sostenido por el estado, necesario para un proyecto político determinado, inserto activamente como funcionario estatal (Goethe, Víctor Hugo, Echeverría, etcétera). Posteriormente, en los márgenes del romanticismo, la figura del escritor maldito, completamente mistificada, aún un iluminado pero condenado al «exilio interior» (Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont); paralelamente, los poetas decadentes y del «arte por el arte», aristócratas del lenguaje. Ya comenzando el siglo veinte, las condiciones sociales del nuevo siglo (industrialización, imperialismo, expansión mercantil global, crecimiento de las ciudades) imponen al escritor la necesidad de trabajar para vivir. Nace el escritor asalariado: periodista, corrector editorial, redactor a tiempo parcial o completo (o escritor de literatura a tiempo parcial: en el descanso de su jornada como peón en una fábrica, o como oficinista en un aburrido empleo público); tenemos, así, a los escritores del grupo Boedo en Buenos Aires: Olivari, González Tuñón, Yunque, Barletta, etcétera (y, más tarde, Arlt, Rodolfo Walsh…).

No olvidemos también al escritor inserto en una estructura política muy específica y aceitada: los escritores partidarios de los grandes ismos políticos del siglo XX (fascismo, comunismo, nazismo), que escribían respondiendo, de manera exclusiva y generalmente propagandista, a la línea ideológica del partido en el poder. Luego, ya en los 50′ y 60′, la masificación de la literatura y los grandes fenómenos editoriales (Borges, Cortázar y el fenómeno del boom latinoamericano). Más tarde, hacia finales del siglo XX, los escritores del desastre: del desencanto de las ideologías, de la revolución tecnológica, de la era de la información. Y proliferación de la producción editorial, construcción mercantil de nuevos géneros; o géneros menores surgidos de los márgenes de las ciudades, de la miseria, la pobreza, el crimen (el realismo sucio de Bukowski y, después, Chuck Palahniuk, por ejemplo -con el antecedente quizá «profético» de John Fante y Henry Miller, en la primera mitad del siglo XX).

Entonces, asistimos, desde hace al menos dos décadas, a la total desacralización de la imagen del escritor: del escritor iluminado y guía del pueblo, que escribía obras grandiosas, totales, enciclopédicas, moralistas, éticas (Víctor Hugo, Balzac), al escritor que vive en la ciudad, que produce desde un lugar pequeño, en un circuito reducido, para un público particular, poco numeroso (generalmente, desconocido, vicioso, explícitamente satisfecho de serlo, confesional, autobiográfico, irreverente).

Punto de llegada, conclusión provisoria: actualmente, vivimos en una época distópica, considerada negativamente, desde una moral escandalizada y reprobatoria (o, en ocasiones, desde un punto de vista realmente acertado) , como el tiempo del fin de las ideologías, del desarreglo de todos los sentidos (Rimbaud), del «fin» de lo humano, (de las características que por siglos se han añadido a la consideración de lo humano: bondad, generosidad, racionalidad, buen juicio, etcétera- pero toda sociedad a lo largo de la historia se ha considerado en el fin de los tiempos). Sin embargo, se sigue escribiendo, Se escribe de todo, se edita de todo, pero apuntamos al hecho de que, a pesar de las grandes crisis, las grandes catástrofes, la falta de sentido, el desaliento, en muchos ámbitos (generalmente reducidos, muchas veces anónimos), se escribe desde el deseo.

Y el deseo, afirmamos, es una expresión soberana del hombre, la ausencia de coacción, de insubordinación,: ni literatura útil, ni literatura que vende o que educa. Literatura donde la humanidad perdida se reencuentra. Literatura que libera el deseo, que libera lo humano. Es un hecho -y es necesario- que la literatura, aunque sea a través de manifestaciones aisladas, siga siendo una expresión soberana de lo humano, es decir, el deseo de ir más allá del limite de lo posible, en el lenguaje y en cualquier otro tipo de hecho social. Le corresponde al escritor no tener otra opción que el silencio o esa tormentosa soberanía.

Escritor: Sabrina López Decón