De acuerdo a los enfoques comunicativo y de análisis del discurso, la cultura es un intercambio y consumo de códigos; así, todo individuo posee más de una cultura porque interactúa en múltiples campos en donde ocurren negociaciones, interpretaciones, invenciones o resignificaciones de las realidades circundantes. Con esta perspectiva me aproximaré a la práctica del insulto en el Valle de México unos años antes y después de la conquista española.
El acto de ofender implica provocar malestares en el otro al que se considera distinto. Las diferencias no necesariamente producen daños, sino más bien se simbolizan y significan en las pautas culturales en que los sujetos se han socializado además de las estructuras de poder en que han estado inmersos. El insulto surtirá efecto mientras tenga sentido para el agredido, pues le harán sentir el sometimiento y la marginación inherentes a las asimetrías sociales que experimenta.
Cuando estudiamos una lengua, nativa o extranjera, es frecuente indagar sobre palabras, frases, comportamientos o temas tabú; es decir, de representaciones y prácticas no mencionadas abiertamente. Los vocablos alusivos a partes corporales, estrato social, orientación sexual, miedos, etc., se han utilizado con diferentes grados de permisividad, según el tiempo y espacio. En el idioma español decir culo, naco, güila o culero podrían ser tabú de otro tabú en determinados contextos y no sólo «malas palabras», como el escritor Serna ironiza en una revisión del verbo chingar. Las fronteras entre el insulto y la broma suelen ser nebulosas.
Antiguas estructuras incorporadas El historiador Escalante apunta que los nahuas comuneros residentes en Tenochtitlan en tiempos cercanos a la llegada de los españoles, dirigían insultos a aquéllos que no eran del barrio o calpulli., al considerarlos peligrosos por ser extraños. A los hombres les proferían injurias como ladrón, gran hechicero, gordo huérfano, borracho, tuertote, perrote o mierdota andrajosa; a las mujeres, putilla, culo agitado o culo que muere de hambre. Entre los antiguos habitantes del altiplano central, los desechos corporales, el deseo sexual, la talla, la discapacidad, la ilegitimidad y la ilegalidad eran motivo de vergüenza, lo cual activaba las ofensas. Si las mofas resultaban efectivas era porque revelaban usos y costumbres conocidas por los comuneros tenochcas de principios del siglo XV y en todo caso, quizá conjuraban prácticas locales cuya realidad se había vuelto tabú.
En Tenochtitlan habitaba una considerable población proveniente de otras ciudades e incluso algunos no hablaban náhuatl, como los otomíes. En ocasiones los migrantes se convertían en marginados al carecer de conexiones o vínculos comunitarios, entonces su modus vivendi oscilaba entre la legalidad e ilegalidad, además de enfrentar otras desventajas que a menudo encaran los recién llegados a un nuevo lugar.
La catedral sobre el teocalli Al momento de la llegada de Hernán Cortés a Tenochtitlan, el poder de la Triple Alianza México-Tenochtitlan, Texcoco y Tacuba se había expandido por el altiplano central hacia el sur y mantuvo contacto con las zonas mayas, lo cual conllevaba la sujeción y/o las relaciones comerciales con hablantes de lenguas no nahuas y que adquiriera importancia el manejar otros idiomas, como el caso de Malitzin, quien dominaba el náhuatl, el maya y posteriormente el castellano. Ella daría lugar a la construcción de un arquetipo femenino que combinó elementos de sexo ilícito con traición al poder político mexica y a la postre, se formaría el término malinchismo con todas sus connotaciones peyorativas.
El historiador Lafaye señala que las ambiciones de los españoles dieron lugar a la instrumentación de una política de pacificación de los conquistadores, quien desde distintos bandos competían entre sí para conseguir favores reales por cualquier medio: la regla del juego era no vulnerar el poder real ni el papal. Los intercambios de insultos -con o sin palabras tabú- y los descréditos no se hicieron esperar, como las críticas del cronista y soldado Bernal Díaz del Castillo a las obras de Francisco López de Gómara, secretario particular de Cortés.
Cada individuo o grupo en pugna tenía su propia verdad. Una de las características historiográficas era interpretar los signos de los tiempos para la edificación del nuevo reino de Dios, representado en América. Este tipo de historia apocalíptica se escribía con héroes y villanos, personificaciones del bien y el mal a la manera de los ángeles y demonios de un catolicismo popular medieval. El contacto con los indígenas americanos, mezclado con las representaciones judías, musulmanas y africanas que rondaban en la mente de unos españoles que hacía poco habían reconquistado su territorio peninsular de los moros, facilitarían la construcción de estereotipos o manifestaciones de tabúes mediterráneos como el satanismo, la idolatría, la impudicia y la sodomía, o bien, para los imaginarios del «buen salvaje» figurados en los nativos.
El arquetipo anotado arriba está presente en la visión idílica de los indígenas como personas ingenuas y culturalmente «puras», como en algunos discursos esencialistas por un lado, y por otro, en la negación de las luchas indígenas como producto de las opresiones y genocidios sufridos por el poder español y después, por los proyectos nacionales que los han excluido a lo largo de la historia de México. Es otro insulto encubierto afirmar que los indígenas actúan sólo por la influencia de otros no indígenas, ya que se les niega la condición de individuos pensantes. Una forma cotidiana de lenguaje como es el insulto nos permite asomarnos por las ventanas del conocimiento histórico y sociocultural, al mismo tiempo que posibilita cuestionar estereotipos, así como percatarse de qué nos mueve a la risa o al enojo y a costa de quiénes.
Escritor: Ruth Mónica Díaz Sánchez