La derecha no se esconde. Nunca lo ha hecho, ni siquiera cuando compartió la paternidad de nuestra Constitución del 78 con aquellos que siempre fueron su enemigo. No tiene complejos porque va en bloque y elimina fisuras internas si es necesario. Y como mucho, si los tiempos electorales lo reclaman, se acerca al centro. Pero ¿al centro de qué? No seamos ingenuos. Ni mentirosos. El capitalismo neoliberal que está engullendo al mundo no entiende de grises -y que conste que no busco el chiste histórico-, porque su dicotomía siempre ha sido muy clara: democracia o economía; personas o mercancías.
Pero no sólo nuestra derecha se confunde con su situación en el arco electoral. La izquierda ya hace tiempo que baila sola con la incertidumbre como melodía de fondo, y el peso de una mala conciencia no le deja ser coherente con lo que un día se prometió a sí misma: asomar la cabeza después de casi ahogarse en un mar de grises -ahora sí: chiste histórico-. Por eso, ha llegado la hora de que reconozca su complicidad con la realidad que muchos ciudadanos están padeciendo. Ya es hora de que se deje de juegos políticos y arriesgue en nombre de muchos hombres y mujeres que dieron su vida en nombre de ciertas libertades. Y aunque no quiera decirlo en público, todos sabemos que en los pasillos del Congreso la izquierda entrecruza su mirada cabizbaja con la oposición gobernante asumiendo que lo sensato -para ellos- es no fomentar la autogestión de la gente. Del pueblo.
Sin duda, era mucho más fácil ser de izquierdas cuando Franco vivía. El dictador no se escondía y la izquierda antifascista tenía una ruta clara: acabar con el régimen. Pero muerto el perro, ¿muerta la rabia? No lo creo. El PSOE de Felipe González asumió el liberalismo económico de los 80 y puede que en ese momento pareciese lo más sensato para competir con el exterior, pero el capitalismo no sabe de planificación. Es el modelo económico del pan para hoy y mañana ya veremos. Eso explica las consecuencias de una democracia liberal que asumió la lógica del capital. Y aunque algo se vislumbraba en el horizonte y las cloacas empezaban a oler más de la cuenta, quiero pensar que Europa -España- pecó de ignorante. Su ambición de ser una potencia competitiva y dejar de ser una segundona en los mercados internacionales le llevó hasta donde estamos: a ser pura mercancía.
Hoy podría parecernos que a la izquierda española se le ha presentado una segunda oportunidad de oro para repuntar electoralmente, pero nada revolucionario se palpa en el ambiente. No basta con una derecha expuesta a la ignominia por casos de corrupción, o con ministros que nos recuerdan a los padres constitucionales cuando abogan por mujeres sin poder de decisión sexual, por acotar la libertad de manifestación, por machacar a la economía familiar con impuestos que sobrepasan la media europea y por estar convencidos de que somos tan estúpidos que nos vamos a tranquilizar cuando dicen que la crisis empieza a ver la luz. Por cierto: una luz que algunos no han podido utilizar para poner la calefacción este invierno. Pues no. La izquierda sigue perdida entre un liderazgo débil y la falta de un modelo alternativo claro. Tal y como afirma Juan Carlos Monedero, no hay una percepción clara de lo que significa el capitalismo, algo lógico en un mundo donde somos, al tiempo, víctimas y verdugos: somos sujetos mercantilizados que nos usamos constantemente.
La ciencia política se supone que es aquella que solventa el conflicto para lograr un bienestar social, pero nuestra historia está repleta de ejemplos que nos llevan a ver que no siempre ha sido así. Muchos han sido los líderes que hicieron de un supuesto servicio público su puerta al beneficio personal, y miles han sido los ciudadanos que malentendieron el ejercicio democrático como el simple hecho de votar cada cuatro años. Nuestra apatía ha permitido que la política dejase de ser una ciencia social para convertirse en una ciencia exacta donde unos supuestos expertos encontrarán soluciones. Y así estamos.
Pero ¡bendita crisis! Grandes movimientos sociales han nacido de ella, de la indignación, del hambre y de la esperanza. Mareas blancas, verdes y rojas, plataformas y asociaciones, barrios e individuos. Todos ellos han paralizado la privatización sanitaria de Madrid, han cuestionado las políticas educativas de Wert, han aunado a miles de mujeres que gritan que su cuerpo es suyo, han avergonzado a alcaldes que querían un bulevar por 8 millones de euros cuando Burgos es un lugar donde la crisis azota más fuerte. Ciudadanos que quieren recuperar su dignidad evitando el desahucio del vecino, que gritan ¡basta ya! en la cola del paro y que ya no se creen lo primero que ven, escuchan o leen. El espíritu crítico por fin busca el hueco que dejó escapar cuando todo parecía más tranquilo, y el juego político ha pasado a ser algo en lo que queremos participar.
Dijo un sabio: cuando el miedo cambia de bando, la democracia tiene una oportunidad. Y parece que esa oportunidad hoy recae en movimientos sociales que buscarán lo que algunos llaman las tres fuentes de la emancipación: reforma, revolución y rebeldía. Gramsci lo llamó optimismo de la voluntad, yo lo llamo inteligencia. Ahora se nos acercan las elecciones europeas, y el año que viene las generales, y todo lo aprendido en estos años de austericidio nos tienen que llevar a pensar de verdad nuestra democracia. A fijarnos en esos nuevos partidos políticos que buscan resquebrajar la piedra bipartidista, pero sobretodo debemos poner en práctica lo que verdaderamente nos llevará a la madurez como sociedad: la convivencia de los movimientos sociales con la esfera política. No podemos pedirles que sean partidos, porque nos representan a todos. Ellos -nosotros- serán los verdaderos perros guardianes de una sociedad democrática que ha aprendido que no se debe dormir en los laureles. ¿Y me preguntas dónde está la izquierda? Ahí, sin lugar a dudas.
Escritor: Dímpel Soto