EFECTO FELICIDAD TOTAL

Lo veía venir a lo lejos, como esos amaneceres de su tierra en los que había aprendido a leer el mensaje de los buenos augurios para el resto del día, para las buenas cosechas, para el estado de ánimo y hasta para acostarse a hacer los hijos. Don Eladio Flórez veía venir la felicidad todas las mañanas parado en el umbral de la puerta tomando a sorbos el primer tinto del día, mirando el rocío de la mañana caer sobre el inmenso campo verde rodeado por montañas, donde vivía inmensamente tranquilo. No conocía otra felicidad y todo lo expresaba a través de las expresiones lindas que la naturaleza de la vida, esta capacidad innata la sembró para siempre en su corazón, por ejemplo, hablaba del amor en función del paisaje, decía que el amor es como el viento que se cuela por entre las rendijas y los orificios de las casas sin pedir permiso y que así mismo se mete en los corazones de las personas sin hacer diferencias.
Comparaba la amistad con la relación que hay entre la flor y el colibrí porque es una unión para prolongar la vida. Decía que los hombres debían tener la claridad del agua que nace en los páramos. Cuando le preguntaban de donde sacaba tantas cosas respondía que de los bosques y las montañas, de las flores y los pájaros. Explicaba cómo él sabía escuchar los sonidos del silencio susurrante en los montes.

Ese era Don Eladio para unos un poeta, un soñador, para la mayoría un bobo, vaciado, el hazme reír del pueblo.

Pero un día a Don Eladio le asomó el bigote, le engrosó la voz y el viento del amor se le coló en su vida sin saber por cual rendija, pero sin esperanza alguna de verlo realizado porque a la muchacha de su pueblo no le gusta los vaciados, tarados, ni menos los poetas come cuentos de árboles. Entonces tomó la decisión que lo habría de encaminar por lo que él creyó que era el camino de la felicidad segura. Se puso su único vestido de terlenka recién alisado con plancha de carbón, la camisa blanca que había comprado en la plaza cinco años atrás para asistir al entierro de su mejor amigo, bueno el único, adorno su muñeca derecha, “porque en la izquierda me lo roban”, con un reloj grande plateado como una caja de betún que le compró a un culebrero paisa, luego se miró en el espejo de bolsillo adornado por detrás con la estampa de la Virgen del Rosario, se peinó con la peinilla roja infaltable en el bolsillo alto del saco, notó que las puntas del cuello de la camisa se alzaban hacía el frente pero le pareció elegante, a la moda pues así lo usaban sus paisanos. También observó en el espejito su cara redonda, rozagante, su pelo negro liso y su incipiente bigote. Lo único en que se fijó fue en su mirada clara como el agua, hasta triste y simplona del campesino.
Cogió su diploma de quinto de primaria que le dieron en la escuela veredal, lo metió junto al retrato de su primera comunión, al almanaque de piel roja, en la caja de cartón la cual amarró con cabuya en forma cruz. Con ese equipaje se dirigió a la plaza principal donde salía la flota rumbo a su felicidad, “Bogotá”.

Después de muchos años Don Eladio no conocía, ni siquiera había logrado detectar los síntomas de la felicidad, salvo unos pequeños instantes remotos. En el fondo no era más que un hombre solitario y apesadumbrado, con el alma dolida por las frustraciones de haber ensayado, intentado muchos caminos, pero ninguno lo condujo al rumbo de la felicidad.

El día que desde la ventana de su alma vislumbró los primeros rayos de un nuevo amanecer para su vida, tomó su cápsula para el reumatismo y empezó por preguntarse en qué momento había dejado de ser el poeta del pueblo, no para los que se burlaban, sino para el mismo, y entonces sus ojos ya no tan claros lloraron en silencio largamente recostado en su cama mirando al infinito de su pasado a través de la claridad de la habitación. Al rato miró su reloj de caja de betún y recordó que era hora de su pastilla para el corazón, la tomó con agua de la misma con que había ingerido la del reuma y empezó a repasar su trajinar diario desde la mañana tormentosa en que confuso, temeroso y con ganas de devolverse llego a la capital. A una selva repleta de ruidos extraños, no había monte, ni árboles amigos, habían seres que parecían personas autómatas, con una cualidad, todas solitarias. Don Eladio buscó muchas veces, ansiosamente, miradas que se parecieran a manantiales, pero nada, gente que se pareciera a los árboles y fueran sus amigos, pero nada. Tuvo mucha gente a su alrededor, pero está solo, igual que ellos.

Un tío lejano le consiguió puesto en una oficina del centro en un edificio alto de veintidós pisos con ascensor, recuerda que le dijo a su tío.

– Si es que yo estoy agradecidísimo con usted tío, porque cambio mi vida. Fíjese que todo un montañero como yo dizque de oficinista, ah, que tal, si escasamente se firmar. Y ahora tengo ropa de ciudadano y el bigote me creció. Hasta me nombraron cobrador.

Lo habían ascendido a cobrador y ese fue uno de los momentos en que también creyó que había alcanzado la felicidad. Y se compró una bicicleta, para cumplir mejor su misión, fue en esas condiciones donde empezó a sentir las primeras dolencias del reuma, aunque las piernas nunca le fallaron. Lo que sí le fallaron fueron los seres humanos. Fue en la oficina donde se acostumbró a que lo llamaran Don Eladio. Al principio era simplemente, Eladio, traiga esa silla, traiga las empanadas, Eladio cómpreme unas medias veladas, Eladio págueme este servicio. Sólo el tiempo y algunas arrugas le agregaron el Don…

Escritor: JAVIER JAIMES FLOREZ