En 1985, un año después de haberme retirado del colegio, vivía yo en una finca que mi padre había comprado en compañía con otro señor, en el municipio de Remedios, Antioquia. Recuerdo que era época de cuaresma, por lo cual, el canto de las cigarras y el verano transmitían una atmósfera y un estado de ánimo propios de la época. Mi hermano mayor y yo, que en ese tiempo éramos barequeros en el río Ité, y que juntos habíamos abandonado el colegio ese mismo año, resolvimos, una noche, después de haber regateado largo rato el permiso de nuestro padre, irnos de cacería.
Días antes, habíamos visto en el monte un camino por donde, al decir de mi hermano, pasaba todas las noches un armadillo, al que pretendíamos cazar cuando la luna saliera a las diez. Según la sabiduría de los cazadores nocturnos de la región, animales como el armadillo y la guagua sólo salen a sus correrías nocturnas durante los periodos más largos de noche sin luna. Por eso, ésta era para nosotros una regla insoslayable: esperar el paso del armadillo entre las siete y diez de la noche.
Emprendimos entonces la marcha hacia donde, él con una escopeta y yo con la otra, esperaríamos que pasara el supuesto armadillo. Nos internamos en el monte nativo, tropical, enmarañado y tenebroso, guiados por la escasa luz de las linternas. Cuando llegamos al lugar, al pie de unos robustos y gigantescos árboles, nos apostamos en sendos parajes, a unos diez metros de distancia el uno del otro. La oscuridad era densa, tangible, como si pudiéramos tocarla con las manos, tanta, que ambos formábamos parte de su mismo elemento, tanta, que ambos sentíamos como si estuviéramos solos, desamparados en la espesura del monte.
De pronto, diez minutos después de habernos apostado en nuestros sitios de espera, empezamos a oír cantos de animales extraños para nosotros, mezclados de gritos y de lamentos humanos que salían de lo profundo de una cañada. Cantos, quejidos, alaridos, lamentos tan nítidos y tan cerca de nosotros, que un miedo palpable que se fue apoderando de mí, hizo que abandonara mi lugar y terminara haciéndole compañía a mi hermano. Aunque ésta no fuera una solución para que aquellos tenebrosos ruidos cesaran ni para que mi acusado miedo disminuyera, que ya había calado hondo en mi alma de niño, el sentirme cerca de mi hermano me daba cierta tranquilidad. La noche, el monte y sus ruidos se metieron tan de lleno en mi alma que ya no tuve sosiego. Importuné a mi hermano para que nos fuéramos, lo cual era casi un imposible, conociendo yo en él su pasión por la cacería, y que, aunque también sintiera temor, allí se quedaría hasta que saliera la luna.
Persistimos en la espera. Pese a que yo ya me había convertido en un proceloso mar de nervios. Un segundo después, escuchamos, sentimos, que algo se acercaba hacia nosotros por el camino del armadillo. Mi hermano dijo en un susurro: «Es el gurre», mientras se apoyaba la culata de la escopeta en el pecho, dispuesto a dispararle al ruido. Yo también hice lo propio. En mis oídos retumbaba el estrepitoso palpitar de mi corazón. El ruido se hacía cada vez más gigante. Quebraba ramas, chamizas. Rompía la maraña. Emitía fuertes resoplidos. Crecía poderosamente en mi imaginación. Cuando ya lo tuvimos a tiro de escopeta, mi hermano, con ansiosa emoción, enfocó con el chorro de luz de su linterna aquello que en un segundo nos había cortado el aliento y que había llevado nuestros nervios al límite: una vaca.
Durante, y tras de aquel incidente, los ruidos de la cañada no cesaron de oírse. Pero para nosotros, la cacería, por esta vez, ya había terminado. Por lo demás, nunca supimos cuál era el origen de aquellos gritos y lamentaciones en aquella tierra de supersticiones y de espantos. Sólo don Joaquín Osorno, el socio de mi padre, nos dijo que en esos montes, durante la Violencia bipartidista de nuestro país, torturaron y mataron a mucha gente que huía de la cruenta persecución de los conservadores. Por lo tanto, lo que nosotros escuchamos aquella noche, según él, fueron los quejidos y los lamentos de las almas en pena de aquellas pobres personas sacrificadas en ese doloroso y sangriento pasado.
Escritor: Rodrigo Rúa Hernández