El último silencio.

«Su vista atravesaba la ventana desde la cama cálida incrustada cerca  del ventanal, mientras la lluvia corría como ríos verticales por los cuadros de vidrio. La ventana gruesa separaba el paisaje frío y verde del exterior del calor confortable de la habitación con la chimenea de piedra pulida. Un fuego anaranjado calentaba alimentado por los leños recién cortados.

Se podría haber dicho que estaba tal vez triste, de no haber sido por una muy sutil expresión de satisfacción,  que se adivinaba por el rastro de sonrisa de su rostro pálido por la falta prolongada de sol y aire vivificante. Su camisón blanco abierto reflejaba la luz en su cara transparente, enmarcada por el cabello rubio y cansado después de una nochede batalla contra la fiebre y de años de luchar por encontrar la paz que por fin sentía ahora en su hogar cálido, en su cama mullida con su ventanamostrándole la silenciosa e imponente textura y humedad de su tierra verde.

Ella se detuvo a observarlo. Tuvo el presentimiento de que jamás borraría de su mente aquella imagen de él descansando abstraído e inmóvil, pero al fin con el espíritu en calma .Con rapidez volvió la mirada a los retratos que estaba desempolvando, avergonzada de profanar aquella calma cansada que ansiaba tanto para su esposo.

Él la miró, pero ella continuó con su labor. Ella supo que debía confirmar en sus ojos fuertes y azules que su espíritu estaba intacto. Y sí, lo estaba. Él enderezó la cabeza para mirarla mejor, como si por primera vez se hubiese dado cuenta de que estaba ahí. Era como una aparición o el silencio mismo en la penumbra, quebrada solo por la luz del fuego y el brillo de la ventana y por él, con su camisón blanco y su rostro blanco. Nopodía verla bien porque sus ojos se habían llenado de la claridad del exterior. Cuando se acostumbró a la penumbra buscó su rostro, sus ojos, y la observó. Él siempre sintió que esos  ojos en él tenían el efecto de un rayo de luz en la oscuridad más profunda.

Ella comprendió que debía acercarse a la cama. Jamás fue buena para dar un primer paso pero él ya no iba a ponerse de pie para dar ninguno más. El sonido de sus faldones largos y oscuros resonó en la habitación como si hubiese sido el primer sonido creado. Se sentó frente a él sin dejar de mirarlo a los ojos. Sin saber qué decir o qué esperaba él que dijera, quiso tocar su frente con un gesto preocupado. Él atajó su mano y la besó antes de que sus dedos ásperos  lo tocaran. De pronto, ella sintió frío. La atrajo hacia sí para que se tendiera junto a él y la abrazó. Se quedaron así por un tiempo que pareció infinito. Ella contrastaba con la blancura de la cama y de él, como si formasen un símbolo místico infinito con sus cuerpos, dos elementos formando parte de un todo.

Se quedaron abrazados mirando por la ventana hacia el verde que calmaba sus espíritus. No importaba lo que viniera después. No importaba que quizás pronto él ya no pudiera sentarse ni abrir los ojos. Valía más la pena haber luchado por aquel momento de paz. Importaba estar ahí, en esa hora que nunca moriría.

Se quedaron así, sin tiempo, para siempre. Nada importaba. Descansaron en la satisfacción melancólica de que todo lo que había que hacer ya estaba hecho. El reloj sonó y su compás quedó suspendiéndose en el aire como ecos repetitivos sin tonos después de aquel sonido metálico. Pero no los tac se confundía con el palpitar del ¿pecho de aquel hombre que alguna vez pareció indestructible. Lentamente, el latido fue quedándose atrás, como si de esa forma el tiempo fuera a detenerse. Se hizo más suave, más lento. Hasta que, por fin, se detuvo.

Ella no se movió. Se quedó quieta un instante y luego se levantó lentamente para no perturbarlo. Besó su frente. Besó sus ojos cerrados. Besó su boca pálida con la sonrisa invisible. Se levantó y caminó hacia el reloj y abrió su puerta de vidrio. Metió la mano y sujetó el péndulo para dejarlo quieto. cerró el reloj y se volvió a mirarlo. Parecía como si estuviese descansando. Volvió a la cama y se tendió un momento más. Cerró los ojos e imaginó que su calor continuaba allí, suspendido en el aire. Sintió que le llenaba el alma como si su cuerpo estuviese absorbiendo aquella tibieza flotante.

La ventana se abrió apenas para dejar entrar una brisa fresca que le acarició la cara. Pensó en todos los años que pasaron juntos. Pensó en los años que le esperaban como siglos oscuros atravesados por la luz de su recuerdo. Pensó en su sonrisa invisible mirándola detrás del espacio y del tiempo, más allá de un océano de minutos infinitos. Y entonces lo supo. Aquel silencio viviría dentro de ella para siempre.

«Escritor: Natalia Montero.

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