Es lo que hay

yo sólo te digo lo que me cuentan. Y se sintió defraudado, decepcionado, hastiado, no necesariamente en ese orden, por tercera vez esa mañana. Llevaba ya trece meses en paro y, por la calidad de sus anteriores trabajos, la prestación ya se le había terminado. No podía permitirse rechazar ese trabajo pero le cabreaba enormemente tener que aceptarlo.

La palabra que mejor describía su estado de ánimo era desencanto. Siempre estudió y trabajó, sacó a duras penas el bachillerato pero fue entrar en la universidad y su mundo cambió por completo. Aquello supuso una verdadera oportunidad en su vida y siempre pensó que la había sabido aprovechar como nadie. Descubrió nuevas formas de ser, de estar, de pensar, nuevas formas de contar el mundo, de ser escuchado y de ser valorado, y despreciado, y de relacionarse. Su Erasmus en Canterbury le ayudó sobre todo a mejorar su inglés, aunque no pudo decirse lo mismo de su expediente académico que a partir de aquel momento tuvo que cargar con un sello de mediocridad. No obstante, al volver a Madrid acabó su grado, encontró prácticas en una empresa de la capital y empezó a encajar todo. «Acabo la carrera, trabajo en lo que me gusta, busco piso para independizarme. Eso era, la vida debe ser así, debo compartir piso con mi compañero de prácticas y su chica porque de comprar ni hablamos, pero es lo que hay». Es lo que hay. Eso le traía de vuelta a la tercera entrevista del día. Joder.

Efectivamente, el diagnóstico de aquel encargado no podría haber sido más certero. Y, por lo tanto, aceptó el empleo, ya sin ganas de autocensurarse por ello porque con ello podría ayudar a sus padres al menos. No ser una carga. Era quizás lo que más le dolía. Después de todo el sacrificio que habían hecho, sobre todo su padre, haber vuelto a casa. Al principio aportando, pero luego ni siquiera eso. Después de cinco meses sin ningún tipo de ingreso tenía que cogerlo.

Suponía que de eso se trataba, de eso iba el sistema en el que le había atrapado algún otro sistema indefinido, al que no podía siquiera ponerle una cara contra la que descargar su enfado. Iba de que al haberse acabado las opciones, cualquier oferta por mala que fuera parecía una alternativa. No podía evitar la sospecha, la sensación lacerante de que era incapaz de hacer nada para escapar de aquel círculo, de que él mismo nunca podría sentirse mejor, realizado. Realizado. ¿Quién habría inventado aquella expresión? Y todo lo que implicaba, claro. Sentirse competente, valorado, incluso sentir que la empresa para que la trabajas te necesita, tus habilidades, tus conocimientos… «Y una mierda», pensó.

 Una amiga le había dicho en una ocasión que el problema era que él sólo se valoraba en su faceta profesional, y que, evidentemente, ahora la cosa estaba alarmantemente mal, en el peor punto, pero que si exploraba otras facetas de su vida debía darse cuenta de que habría muchos aspectos gratificantes en ella. Pues lo intentaba, de verdad que lo intentaba. Pero no podía. Quizá, como ella le dijo, estaba sumido en una depresión. «Pues lo sumaremos al bote», se dijo con cinismo. «Total, sólo quiero hacer algo, no sentirme un inútil, no sentir que asfixio a mis padres aunque, por supuesto, ellos no me dicen nada, que me van a decir, pero yo lo siento. Y lo sufro».

Así que allí estaba, firmando un contrato para trabajar de camarero en el que trabajaría veinte horas semanales por poco más de cuatrocientos euros en doce pagas. Empezó al día siguiente y, nada más entrar en el vestuario, fue a preguntar a la encargada cuál era su taquilla. Ella. Era ella. La más brillante de su promoción, la que se dignó a hablar con él en muy contadas ocasiones, la que estaba más buena, había que reconocerlo. Y allí estaba, en un restaurante del centro, trabajando de encargada. Ella no le reconoció enseguida pero al acabar sus instrucciones y darle su tarjeta de empleado cayó en la cuenta al ver su nombre escrito.

le sonreía con calidez, de verdad parecía que le hacía ilusión haber ido a clase con él.Sí, sí… ella seguía sonriendo. Él no podía explicarse por qué, pero ella sonreía. contestó él, un poco confuso ante tanta efusividad. y, guiñándole un ojo con naturalidad, se dio la vuelta y salió del vestuario.

«Es lo que hay», retumbaba en su cabeza mientras se desvestía. Y experimentó la primera emoción esperanzadora en semanas, sintiendo que, a lo mejor, lo que hay podría ser mejor de lo que había imaginado. «Bien pensado», se dijo con una sonrisa cada vez más amplia, «¿por qué lo que hay debe ser malo?».

Escritor: Patricia Bris Garrido