Estética y pasado: una arqueología de la pobreza

Las representaciones de la experiencia y su emergencia en el discurso literario han incrementado el interés por diversos fenómenos centrados en la mirada de los protagonistas. En este sentido, el campo discursivo de la literatura es un espacio privilegiado para analizar las representaciones de la memoria en un contexto en el cual la materia de escritura se centra en la rememoración y la evocación del pasado. La crónica se constituye entonces en un género sumamente rico a la hora de establecer un cruce entre el discurso histórico y la ficción.

“El zanjón de la Aguada” (2008) del escritor chileno Pedro Lemebel se nos presenta como una posibilidad de análisis para establecer relaciones entre las representaciones de la experiencia particular del autor en relación al sector social y geográfico del cual proviene. Pero al mismo tiempo, da lugar a plantear una segunda lectura en la cual podemos establecer líneas de continuidad entre el texto y la intención política del autor de elevar al plano de lo literario aquello que hasta ese momento había permanecido en silencio. En este sentido, utilizamos el término “política” en consonancia con el planteo de Jaques Ranciére (2009) quien lo propone como sinónimo de cualquier acto de libertad que permita desarticular “la división de los espacios, los tiempos y las formas de la actividad humana”.

En una primera instancia, resulta interesante detenernos en el análisis del título del primer acto: “la arqueología de la pobreza”. El término “arqueología” nos remite invariablemente al trabajo de Michel Foucault, La arqueología del saber (2002), donde el autor postula que la teoría literaria, así como también la historia del pensamiento y de la filosofía, dan cuenta de la búsqueda y el análisis de las discontinuidades, de los acontecimientos que irrumpen y generan instancias de quiebre. La historiografía en cambio parece priorizar el estudio de las continuidades y de las verdades ahistóricas.

Lemebel recurre a su propia historia personal para dar cuenta de la realidad del zanjón. Así es como relata ciertos acontecimientos individuales de su pasado tales como el arribo de su familia a aquel sector de la periferia de Santiago de Chile o el episodio del embarazo tubario durante su niñez. Pero también refiere recuerdos de índole colectiva, de los que podemos suponer el narrador participó como un simple testigo o como depositario de narraciones orales. De todos modos, los sucesos tanto individuales como colectivos, se presentan de manera aleatoria y singular, remarcándose así su carácter de acontecimiento. Podemos entonces establecer un punto de contacto entre el sentido en el que Foucault utiliza la noción de arqueología y el planteo que realiza Lemebel en su crónica.

En este punto es necesario detenernos en el análisis del género empleado por Lemebel. En la elección de la crónica las categorías de ficción y realidad entran en tensión ya que ésta, como género híbrido, permite transitar registros tanto literarios como periodísticos. La memoria a la cual remite Lemebel adquiere consistencia en el uso de la ficción. En este sentido, y más allá de toda apuesta ideológica por el relato fragmentario, sin cierre y vehiculizado por el discurso histórico, propio de la crónica, la ficción surge como una posibilidad o, en términos de Ranciére, como una “estrategia (que permite) producir rupturas en el tejido sensible de las percepciones” (2009:66). La ficción no supone la creación de un mundo alternativo, distante del mundo real sino un trabajo que produzca disenso es decir, que altere los modos de sensibilidad y que permita la construcción de nuevas formas de visibilidad. La inteligibilidad de la realidad supone la ficcionalización de la misma y en la crónica de Lemebel esta operación está presente. Pero ya que nos hemos referido a la noción de memoria, base de la construcción de la crónica de Lemebel, es posible analizar el tratamiento que el autor realiza del tiempo pasado remitiéndonos al concepto de “memoria ejemplar” que postula Todorov en Los abusos de la memoria (2000).

Allí el autor sostiene que este tipo de memoria (opuesta a la “memoria literal”) permite en un primer momento llevar adelante el control del dolor generado por el recuerdo para en una segunda instancia, dar lugar a la construcción de analogías y generalizaciones con el objetivo de finalmente construir un “exemplum” y extraer “una lección” (31). Hasta este punto podemos sostener una cierta similitud entre ambos planteos. En su crónica, Lemebel retoma un pasado fragmentario y episódico, que contrasta con el presente y es justamente de ese contraste que el autor puede obtener sus conclusiones para emitir juicios de valor sobre ambos momentos. Pero mientras que Todorov plantea la memoria ejemplar como una posibilidad para establecer el pasado como un “principio de acción para el presente” (31), Lemebel se queda estancado en la nostalgia de ese pasado marcado por la pobreza y al mismo tiempo por la dignidad. Todorov sostiene que “el uso ejemplar (…) permite utilizar el pasado con vistas al presente, aprovechar las lecciones de las injusticias sufridas para luchar contra las que se producen hoy día” (32). En Lemebel este planteo no se explicita en ningún momento sino que se hace hincapié en la decadencia de la pobreza actual. Los protagonistas han cambiado radicalmente: los “chicos malos de antaño” transgredían la “brutal desigualdad económica”; los de hoy son simples “lauchas ladronas”.

La inscripción estética que Lemebel realiza de la pobreza nos permite establecer puntos de contacto con la estética neobarraca a partir de la postulación de un punto de vista diferente, centrado en una sensibilidad que atestigua la realidad de la pobreza y transgrede los límites impuestos por la policía. La crónica de Lemebel da cuenta de una experiencia particular de la historia donde el cuerpo aparece como la superficie de registro predilecta es decir, allí los cuerpos se proponen como espacios de inscripción de los sucesos. Es así como entonces los recuerdos aparecen tatuados “con hielo seco” en la piel, envolviendo el cuerpo del narrador o como “carne amarga”, portadora de memorias colectivas.

Escritor: María Laura Cucinotta