Hierbas y amuletos para la buena suerte o Crónica de una tarde sobre el amor

El Parque de Berrio a las tres de la tarde, y a pesar de la modorra que produce el sol de un verano calcinante, es uno de los lugares más concurridos de Medellín. Es un sitio obligado para muchas personas pues la boca de la estación del tren vomita todo el tiempo gente y más gente: señoras que salen de compras, empleados de oficina presurosos camino a su trabajo, curas que con sus ademanes parece que repartieran bendiciones todos el tiempo, amantes abrazados como raíces aéreas, niños y jóvenes vistiendo uniformes escolares y haciendo algarabía; unos y otros ahora transitan por lo que queda de este parque desde que se construyó la estación. En una de las sillas de concreto dispuesta bajo un árbol me siento a ver correr la tarde; pasa un vendedor de cigarrillos al que le hago una seña para que se acerque y mientras lo hace, lo observo.

Es un hombre de baja estatura, de 25 a 30 años, tiene un bigote incipiente que apenas si se deja ver sobre su boca, unos ojos negros y grandes que me miran fijamente y una cabellera cuidadosamente dispuesta y en la que se diría que ha gastado todo su frasco de gomina. Su traje no tiene un color definido: su camisa deja adivinar lo que en otro tiempo era un diseño de cuadros de colores y su pantalón es de un negro gastado por el uso, casi gris; lleva unos tenis de un fosforescente casi imposible y una cachucha con la visera cubriéndole el cuello.

Introduzco mi mano en el bolsillo para buscar una moneda. -Un cigarrillo, por favor. Lo observo realizar la operación de buscar entre las cajas comenzadas un cigarrillo para mí. Lleva un par de anillos de acero en la mano derecha, y mientras me da fuego, le pregunto ¿Es verdad que los anillos de acero sirven para la buena suerte? para zafarme de una hembrita. ¿Arreglar? le pregunto. Es decir, a rezar.

Hace una pausa. Traga saliva. Se pasa la mano por el cabello, de adelante hacia atrás dándole al momento un tinte de tensión e importa y añade: Vea le cuento para que se quede lelo, me dice, mientras se dispone a sentarse a mi lado. Resulta que yo vivía en el barrio Santo Domingo y allí fue donde conocí a Elvijia; que si yo hubiera sabido quién era esa mujer, no la había volteado a ver por nada del mundo. Pero me encoñé y a los tres meses de estar andando con ella me dijo que estaba en embarazo. ¿Y sabe que decían las malas lenguas? –me pregunta mientras siento que el tono de su voz se va intensificando, como expresando lo que queda de la ira, de un dolor de amor.

Pues que esa era una puta que se recorría todas las camas del barrio –dice- mientras su rostro deja ver un rasgo de tristeza y de rabia y agrega: Desde el principio comencé a cogerle mala voluntad a esa mujer. El verdadero lío fue cuando decidí quitármela de encima. Empezó a hacerme brujería, a fumar el tabaco, me alumbraba; en fin, me hizo cuanto pudo esa hechicera. ¡Y yo, pa’trás como los cangrejos! Hasta que un compa mío, un mancito que tiene un puesto de frutas por Pichincha me dijo que yo lo que estaba era empavado, que fuera donde la doctora Isolda que ella me desempavaba rapidito. .

3:15pm Hacemos una pausa obligada para que él venda ora un confite ora un cigarrillo a los clientes que llegan; mientras lo hace, tararea una canción que dice: –“busca el olvido, con el tiempo lo hallarás, no estás perdido, ya verás que olvidarás lo que has sufrido”.

3:22pm Los clientes se han ido. Ahora él tiende hacia mí un paquete de cigarrillos de donde saco uno mientras me lamento del sofoco producido por el intenso sol. La Calle Colombia que va por un costado del parque es dominada por el ruido intenso de los autos y de los buses de servicio público, las aceras son un enjambre tupido de gente que se mueve en todas las direcciones. Miro el rostro de mi vendedor y detrás del rostro brusco del hombre marcado por la vida descubro el rostro de un felino. Si. Seguro es un león en esta selva y la domina palmo a palmo.

Y vuelve y dice: –ya verás que olvidarás lo que has sufrido. Bueno, ¿y qué paso? ¿Fue usted donde la doctora Isolda?, le pregunto, ansioso por conocer el secreto que guardan sus anillos. Pues si compa, con los anillos y con otras cositas, a la tercera sesión con la doctora yo ya andaba derechito. -Esto lo dice mientras levanta la caja de cartón que contiene las monedas y saca de la parte de abajo tres bolitas de tela atadas a un cordón. ¿Sabe que es esto? –me pregunta como desafiándome mientras me ofrece ese amuleto y agrega: Con esto me vendo tres cartones diarios de Malrboro y ¿sabe cuántos son tres cartones diarios de malrboro? Son diez y ocho mil pesos parcero.

Tomo el talismán y lo palpo. Son tres bolitas duras que contienen una materia desconocida para mí. Huelo y sólo alcanzo a diferenciar una profusión de muchas hierbas, ningunas en especial. Pienso y le expreso que cómo es posible que en pleno siglo XXI todavía exista gente que cree en estas supersticiones. No sea incrédulo parce, lo dice en tono de sentencia y agrega: Con estas y con los baños de hierbas yo vendo lo que sea.

Y como desafiándolo, en el momento en que se para para marcharse, lo increpo con la última pregunta: ¿Y para atraer el amor qué? Para el amor es otra cosa. Lo dice alejándose, mientras saca de dentro de la camisa un collar que remata en una bolsita de tela en forma de corazón y me la enseña. Antes de darme la espalda se sonrie y repite las mismas palabras: No sea incrédulo que el mundo está lleno de cosas escondidas. 3:25pm El vendedor de los talismanes se aleja. Repaso en mi memoria los anillos, las bolitas misteriosas de tela, me llega el olor de las hierbas poderosas y su corazón de tela roja para el amor.

Escritor: Gilberto Betancourt López

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