HISTORIA DE UN COLOMBIANITO COMUN

Nuestra historia arranca poco más allá de 12 lustros, en aquel entonces, un pueblecito perdido entre las montañas tibias de Santander, llenas de cultivos de tabaco, café, plátano, yuca, caña de azúcar, chirimoyas, pomarrosas y nísperos y no sé cuantos frutos más que bajaban dos veces por semana a la plaza de mercado del pueblo, a lomo de mula como era en esa época el medio más expedito para arrear las cosechas en casi todo el territorio nacional.

Un hombre descendiente de los Guanes, aborígenes de esa región del departamento de Santander, campesino por herencia y trabajador por convicción, era uno de los muchos que los Jueves y los Domingos llegaban a la plaza con su cargamento apenas aclarando el día, para armar su ventorrillo y esperar los primeros compradores que habiendo madrugado, salían de la primera misa del día ilusionados en conseguir lo mejor del mercado y echarle mano a los pollos criollos o uno que otro animal de monte, antes que se acabaran.

Terminando el mercado y si la venta estuvo buena, quedaba tiempo para que nuestro campesino aprovechara para darse una vueltecita por las principales calles del pueblo, especialmente por la calle de las tabaqueras donde ya se había enterado, trabajan casi todas las muchachas del pueblo, quienes aprovechando tiempos de descanso, salían en gavilla a coquetear con los parroquianos y entre muchas risas y algarabías echarle el ojo a los pocos prospectos que el terruño les presentaba.

Fue así como alguno de esos días, la vida puso en contacto a una linda pueblerina con el campesino enamoradizo que de ahí en adelante se propuso no perder la perla que había encontrado, sintiéndose tan afortunado ante perspectivas tan escasas que le brindaba la vida de campo entre almácigos y ganado.

No pasó mucho tiempo para que el mozalbete se atreviera a proponerle a la joven citadina, cambiar sus prensas de cigarros y su grupo de alborotadoras compañeras, por las labores silenciosas solitarias y fatigantes del campo.
Pero el amor en su más perfecta expresión es así, desinteresado, soñador y abnegado. Un día a las cuatro de la mañana, el cura del pueblo bendecía el matrimonio de una pareja muy sencilla pues la misa de seis estaba ya reservada para otros novios de plata del pueblo. Y saliendo de la iglesia sin fanfarrias ni flores, solo acompañados por los primeros bochinches de la plaza de mercado, estos novios dan sus vueltas para organizar su partida para el campo comenzando a caer la tarde.

Y como buen Colombiano, especialmente de aquellos viejos tiempos, muy pronto comenzaron a llegar los hijos, uno tras otro, complicando un poco más la subsistencia de este nuevo hogar pero dándole también un nuevo sentido a su vida y mayor compañía a la joven madre en su duro camino.

De esta manera llegó al mundo el niño de nuestra historia, segundo en la larga cadena de retoños que la prolífica pareja aportó a la clase trabajadora de la patria.
Puesto que los años no perdonan, muchos aspectos de la niñez están perdidos entre la maraña de recuerdos de todos los tonos y colores que un chico en esas condiciones, la mayoría de las veces, le toca vivir.

Los primeros recuerdos arrancan con el inicio de una vida de trabajo, uno de los principales valores transmitidos y profundamente arraigado en el alma de nuestro personaje. Cosas sencillas como llevar un ternero al potrero, amarrado con un corto lazo pero que por la poca fuerza de esa edad terminaba siendo arrastrado más de la mitad del camino por el animal que emprendía veloz carrera para encontrarse con su madre, o las jornadas de los días de mercado en el pueblo, arrastrando una pesada carreta ofreciendo a gritos el servicio de transporte de los canastos de mercado a las señoras más encopetadas que pagaban este servicio. En aquel entonces aún no era época de ir a la escuela pues el uso de razón llegaba más tarde que ahora y solo con siete años cumplidos se podía matricularse para empezar a estudiar.

Por aquellos días entrar a estudiar no significaba desprenderse del trabajo, así que nuestro niño tuvo que canjear el pago de su escuela por la limpiada de los tableros que quedaban cargados de garabatos en tiza al terminar la jornada, no sin que a media mañana tuviera que salir un rato a vocear el periódico que ya había leído la profesora y venderlo para que ella recuperara su plata. Y como iba creciendo, también iba creciendo el trabajo y ya no solo limpiaba los tableros, sino también los pupitres y los pisos, tarea que tenía que realizarse rápido porque el camino de regreso a casa era a pie y no se podía llegar tarde.
Los juegos tenían cabida después de hacer muy bien las tareas entre los hermanos y hermanas con las cosas más sencillas a su alcance; una tapa de gaseosa rellena de cáscara de naranja era un buen juguete para competir en un rally por la orilla del andén o una rueda desecho de una llanta vieja era un extraordinario vehículo para poner a prueba las habilidades de cualquiera de la camada.

Cumplidos los once años un cura misionero tocó su corazón y en parte por aventura y en parte por necesidad, se fue al seminario lejos de su tierra, en otro pueblo enclavado en un páramo de Cundinamarca. Muy dura experiencia por el clima, la escaza comida y las costumbres tan distintas pero más dolorosas por la ruptura de los lazos de unidad familiar otro valor importantísimo en su vida.

Pero no era esa la vida de este joven y aunque las limitaciones siempre lo cercaron, también lo forjaron con un carácter firme, un espíritu luchador y un ánimo emprendedor que lo empujaron a salirse del seminario hecho ya un joven para enrumbar su vida por los caminos de los estudios y de la vida conyugal para darle vida a una familia con muchos peldaños más arriba.

Autor:

Jaime Sanabria R