Las luces en toda la ciudad de Medellín se han encendido y con ellas, al parecer, se encienden también los espíritus fiesteros de la mayoría de sus habitantes.
Cuando se transita por la ribera del río Medellín en esta época, es fácil toparse con miles de rostros diferentes, cuyo rasgo común es la alegría que manifiestan ante este espectáculo de luces y colores y de su juego de movimientos; es magnífico sólo imaginar cuántas historias transitan por esos caminos, cuántas se encontraron hace años, cuántas se sonrieron, se disculparon o simplemente se vieron y se olvidaron.
Al terminar esa fiesta de colores, luz y por qué no, algo de esperanza, parece que se termina más que un espacio, es como si terminara el mundo de lo visible, pues dirigiéndose al Norte de la ciudad, en la prolongación del camino del río, comienza un nuevo mundo, oscuro, frío, sucio, que produce miedo, desesperanza y hasta desprecio. Allí están hacinados los habitantes de la calle, claro está si se puede llamar habitación a la calle; su espacio habitual se encuentra ahora embellecido por la Navidad y ocupado en forma transitoria por esos miles de rostros tan diferentes que antes se encontraron y cuyo rasgo común es la alegría; ocupado por esas historias que tropiezan.
Ante esta nueva vista que contrasta de forma escalofriante y cuya distancia son sólo metros, se ha de imaginar ahora la historia de los invisibles, porque ellos, los habitantes de la calle, se tornan invisibles. Es más fácil esquivarlos y evitar cualquier tipo de encuentro y contacto; también ellos tienen su historia y ésta es la de Miguel y con ella, la de algunos de sus compañeros de “cambuche”.
Miguel es un hombre delgado en exceso, tiene 52 años, aunque su aspecto refleja a un hombre mayor.
La mitad de su vida ha sido de las calles, en muchas partes del país, entre la costa y el interior; miembro de una tradicional familia antioqueña, se casó un poco después de los treinta en un receso de su mundo de vicios, es padre y abuelo; su vida familiar ha sido una montaña rusa cuyas estrepitosas bajadas han sido prolongadas y constantes; hoy padece aparte de sus adicciones, una enfermedad terminal y se encuentra atado a un mundo que le exige sobrevivir un día por día; escucharle narrar sus historias es transportarse a un mundo más inentendible, pasó seis años en la calle del cartucho en Bogotá y con algo en su voz, entre orgullo y gratitud dice que fue uno de los sobrevivientes de ese infierno. La muerte pasó por su lado decenas de veces y arrasó con muchos con los que convivió, escapó por cuestión de segundos o centímetros o por una u otra mentira que se le ocurrió. Se quiebra su voz y asegura que Dios le salvó cada vez. Ve pasar a uno de los del cambuche y cuenta que es un arquitecto que un día diseñó hermosas obras y hoy es incapaz de construir un sueño para salir de allí, porque la maléfica consejera llamada adicción, hoy sólo le muestra arena; también vivió entre ellos un médico que un día prometió ser grandioso, pero que olvidó lo que estudió , porque con su conocimiento no pudo vencer la ansiedad que le producía un día sin drogarse, y Berta, que soñó ser modelo y que en el duro camino a lograrlo se prostituyó y hoy se consume en la insoportable agonía de su belleza; lo que más lamenta, quizás porque piensa en sus hijas, es una niña de trece años que llegó a establecerse con ellos hace tan sólo unas semanas y que no habla, sólo se droga, lo único que de ella se sabe es que escapó de su casa cansada de los abusos de su padre y el silencio de su madre.
En algún momento Miguel se escapa un rato para aspirar su droga que es lo único que le calma ese cáncer que lo consume y trae la historia de la loca, una mujer joven que pasa por allí, llevada, como ellos dicen y que hace tan sólo dos días parió su cuarto hijo, allí mismo en el cambuche; su anestesia fue una traba brava, los guantes, las mugrientas manos de quien tuvo la suerte o desdicha de estar con ella en ese momento, y de repente, el bisturí fue un vidrio de botella que días antes habían roto dos de sus compañeros en una riña habitual, ese mismo día llevó la criatura nacida al hospital como con los anteriores y ya hoy se le ha olvidado, dice.
Sin más se calla, está cansado, Miguel es una radiografía de una vida de excesos y carencias a la vez y su mente ya cansada parece evadir su realidad. Él, por una o mil razones que son sólo suyas, permanece inamovible de ese mundo, de ese socavón que es su vivienda, su cambuche, su casa y la de esas diez historias más que con él la comparten y de esa oscura pared llena de grafitis de la que cada noche cobran vida dos de sus imágenes y les atormentan con sus cuchicheos y extravagantes carcajadas.
Son historias en un corto tramo del río que multiplicadas son las nostalgias y tragedias de cientos de familias paisas.
Se ha hecho más fácil no mirarlos, no encontrarlos, no conocerles, es decir, hacerlos invisibles. Culpables o no, víctimas o no, gusten o no, sus vidas han hecho historias en una ciudad que en época de Navidad y en tiempos de cuentos alegres, no quiere saber de esas historias incontadas.
Escritor: Alba Luz Mazo Gallego.