“HOLY MOTORS”

Romper la forma en que venimos contandonos historias, hacerlo sin ignorar las herramientas que hoy definen al cine como un show, inaugurar una nueva identidad a la altura de este siglo y delimitar el terreno de nuestras afecciones contemporaneas. Sobre estas premisas transcurren las casi dos horas que dura “Holy Motors” (2012), el gran experimento con el que Leos Carax pretende enseñar la otra mejilla del cine.

El escritor Joseph Campbell mantiene en sus postulados sobre el monomito que todo intento de narración (desde “La Odisea” hasta “La jungla de cristal”) responde a una estructura básica de representación, a saber: la separación (el lugar natural del héroe), la iniciación (el viaje del héroe por terrenos ajenos) y el regreso (la vuelta del héroe transformado por los azares del periplo). Desde hace ya unos años, el arte moderno está ejercitando una ruptura con esta concepción de lo narrativo, y el cine, tan susceptible en esto de la experimentación, parece tener todos los avales para ser ese espacio de simulacro narrativo.

Leos Carax decide intervenir en este simulacro, que es el simulacro de toda una generación, desarmando el concepto para volver a apuntalarlo (casualmente con el mismo anzuelo que soltó el cine del expresionismo alemán, por ejemplo, para dejar claro que aquí lo que se pretende es encontrar la realidad a medio vestir) invitando al ojo contemporáneo -ese ojo que cree haberlo visto todo, que ya pocas cosas pueden sorprenderlo- al compromiso que supone abandonar lo viejo conocido para arrojarse sin condiciones a lo nuevo por conocer.

“Holy Motors” es, en la linea del compromiso con el medio, la confirmación del cine que se siente (y se entiende) con el ojo. Al igual que Victor Kossakovsky en “Vivan las antípodas” (2011), aquí se rompe toda estructura narrativa al uso, aquí no veremos al malo de la película ni al negro secundario que es el primero en morir y aquí no sentiremos la tensión romántica que luego se disuelve en un largo beso ni las persecuciones serán precisamente automovilísticas. En todo caso, el pulso lo marcará el intento de desvincular, tanto a los personajes como al mismo género de película, de cualquier punto de apoyo que pueda ubicar al espectador en su traumático desapego del Monomito antes mencionado.

Y para tal desapego, Carax relega en la propuesta estética, a cargo de Caroline Champetie (“De dioses y de hombres” 2010) ese derrame del espectador hacia un planteamiento claramente consolidado en el ruido sobre el que avanza nuestra época: la búsqueda de una identidad pura, perdida quizás en algún momento de nuestra educación, y los momentos en que esta parece reafirmarse pasados los capítulos más pesados de la experiencia. El filosofo Erich Fromm propuso hace ya unos años la idea de que existen dos estilos a través de los cuales la gente prueba que son ellos mismos: hacerlo en términos de lo que uno posee o hacerlo en función de lo que uno va siendo. En estos tiempos modernos que vivimos podemos confirmar que la identidad parece suscribirse exclusivamente a lo que tenemos, de ahí que si no tenemos nada, pues no somos nadie, y si creemos tener algo, traficaremos con ello cual objeto de valor.

De tal manera el protagonista de“Holy Motors”, un enorme Denis Lavant (“Los amantes del Pont-Neuf”, 1991) , no termina de decirnos quién es realmente, qué clase de oficio justifica su agenda, cuál es la motivación primera de su gesto y la inclinación última de su desgaste, por tanto no queda otra opción que saberlo en la medida en que está siendo, y así el protagonista es un banquero pero también una mendiga, es un padre de familia y una criatura monstruosa. Y del mismo modo, el género de la película se nos escurre de las manos ¿Es un drama? ¿Es un musical? ¿Es terror? No, no pretendáis encasillarlo nos dice Leos Carax, porque no hay dos películas iguales como no hay dos personas idénticas, y esto, de momento, es lo que aún nos diferencia de las máquinas.

Escritor: Ariel Fernández Verba