LA HISTORIA QUE FLUYE

Un mito de los indios yekwanos (tribu extinta que habitaba en la amazonía colombiana) cuenta que los primeros hombres habían fundado sus pueblos muy lejos del único río que existía en la tierra. Cuando la mayoría de pobladores comenzó a morir de sed, la tribu decidió enviar a Kashishi, la hormiga sagrada del cielo, para que consiguiera agua. Después de varios días la hormiga encontró el río. Los indígenas dejaron de morir de sed, pero el camino hacia el cauce del río era muy largo. Entonces el brujo de la tribu le rezó al dios Wanadi y éste se compadeció y con uno de sus dedos trazó un surco en la tierra, muy cerca al poblado indígena. Con el tiempo, el surco se llenó de agua y fue así como nació el río Orinoco.

Esta historia corresponde a la estructura de un mito, una narración fantástica que busca dar explicación al origen de una parte de la naturaleza o su totalidad: el universo. Es decir, esta historia es inverosímil, los racionalistas más crudos dirían que es una invención sin ningún asidero en la realidad. Sin embargo, este relato que llega hasta nosotros como producto de la tradición oral, muestra un principio de supervivencia, de vida: la relación directa de los hombres con el agua.

Hace seis mil años, después de un periodo anárquico que llevó al hombre a reconocerse como ser social, comenzaron a aparecer las primeras civilizaciones. Y estas formas de conocimiento y evolución humana nacieron cerca al cauce de un río. Me refiero al Nilo, que entre sus ramificaciones hizo al pueblo egipcio el más poderoso de la tierra; me refiero al Tigris y Eufrates, que entre sus bancos de arena que variaban con la creciente, hizo florecer las ciudades de Sumer como prósperos mercados internacionales; y me refiero al Indo que dio pie a las ciudades más avanzadas de la civilización antigua.

No se sabe a ciencia cierta sobre la transformación de estos ríos conforme iba pasando la historia sobre sus aguas, pero sí se sabe del papel que juegan en la transformación de las sociedades humanas. El delta del Nilo surgió como un puerto y centro de negocios e intercambio de mercancías de las embarcaciones que cruzaban el Mediterráneo. Allí no sólo llegaban los comerciantes a ofertar sus productos, sino que, al ser un centro mercantil donde se amalgamaban distintos dioses nacionales, debían rendir tributo en la ciudad santa de Egipto, Heliópolis. Así, junto a los constantes intercambios del comercio, nace el culto religioso. En su decadencia, el imperio egipcio tuvo que ver como el río Nilo se convertía en la principal ruta de invasión que utilizaron los Hicsos (gente mitana que se impusieron a los señores feudales de Capadocia y Siria) para doblegar su poder mantenido durante varios siglos.

Algo similar sucedió en el Tigris y Eufrates. La historia siempre ha mantenido una consonancia secreta. Así pues, ciudades tan prósperas como Babilonia, Nipur (que juega el papel de Heliópolis, la ciudad sagrada de Egipto) o Ur, se ven arruinadas por invasiones arias provenientes de la estepa rusa y asiática. Pero una de sus mayores inestabilidades y un verdadero enemigo insoslayable para la perpetuidad del poder en Mesopotania, fueron los dos ríos que acogieron la civilización sumeria. Un diluvio y la variabilidad del cauce del río en épocas de sequía o invierno, terminó desbastando las ciudades y frenando el desarrollo comercial con otros pueblos.

Con el Indo la suerte no es distinta. La invasión aria que llevó al desmembramiento de Mesopotania se extendió hasta la India, afectando ciudades tan prósperas como Monhenjo-Daro o Panjad. Con ello, la cuenca del río Indo no volvería a jugar ningún papel económico importante durante mil años.
Y el agua sigue viendo correr la historia.

En Colombia nuestros ríos hablan por nosotros. Arrastran los muertos que nadie entierra, llevan la basura de nuestros días y en silencio han soportado la indiferencia sepulturera que tenemos grabada en los sesos durante varias generaciones. Podemos tomar cualquier ejemplo. El río Bogotá es una clara medida de nuestra sociedad. En la época de la colonia, los campos de la sabana que circundaban su lecho, sirvieron para que los conquistadores establecieran allí sus casas de descanso. Flotaban por las aguas del río las chalupas provistas de una especie de toldo donde permanecían los españoles y un espacio descubierto para los remeros indígenas. Alexander von Humboldt en sus expediciones por el río conoció el salto del Tequendama y no dudó en calificarlo como la caída de agua más bella del mundo, dada su proporcionalidad entre la altura y el volumen de agua que se precipita por el abismo. A mediados de los años veinte, el presidente Pedro Nel Ospina mandó construir un hotel al borde del precipicio, adonde llegaban a hospedarse los ricos y poderosos de la época. Pues de todo esto sólo queda el río viéndonos pasar bajo su reflejo. Ya no hay peces dorados que pescar; si Humboldt viviera y volviera al salto, se tiraría de cabeza; y el hotel es una casa ruinosa desmantelada poco a poco por los ladrones.

Deberíamos volver a rezar al dios Wanadi, pero esta vez pidiendo que aleje de nosotros el río o por lo menos nos hiciera más respetuosos del susurro que va entre sus piedras, esa voz extraña que cuenta nuestra historia.

Por: Diego Mauricio Rodríguez Arévalo