Loco por incordiar

Como suele pasar con los libros que logran plasmar en sí el espíritu de toda una época, la novela de Chuck Palahniuk resulta rica en temas y motivos para el ojo atento e inquisidor. Más allá de la crítica que hace a la sociedad de consumo y de su evidente nihilismo, el texto hace énfasis en un tema medular para el mundo actual: la muerte, como concepto antropológico y como hecho que atañe al individuo común y ordinario.

La muerte será para Tyler Durden, personaje central de la novela, el inicio de toda reflexión. Sólo la proximidad de ésta puede traer consigo la iluminación, el “estado de vigilia” –y no es gratuito que a lo largo de la novela se haga constante alusión a la dualidad vigila/sueño– donde por fin se puede ver y tener clara conciencia de la vida; sin embargo, ese estar despierto, no puede conducir si no a la destrucción de uno mismo, al menos así parece indicarnos el autor.

El viaje hacia la autodestrucción, hacia la muerte, tendrá la característica de ser un viaje hacia el conocimiento de uno mismo. Algo necesario para los personajes, ya sea por medio de drogas o por las peleas clandestinas. Y aunque el camino presente el peligro y la trampa de claudicar en la adicción sin sentido o en la enajenación misma de la pelea, el errar poco importa, ya que desde la visión del autor, se está errado desde el comienzo de los días, desde el nacimiento. Para Palahniuk, la humanidad es una estirpe que poco interesa a Dios, que no tiene un propósito ni un lugar.

En un mundo donde ya no hay tiempo para intimar y conocer al otro, el club de la pelea se abre como la posibilidad de arrebatarle al tiempo y a la sociedad misma un instante en el que se pueda intimar y espiritualizar con el otro. De igual manera que sucede en los grupos de ayuda de los enfermos terminales que describe el autor a lo largo de las páginas, el club de la pelea brinda la posibilidad de encontrar un sitio y un propósito en el universo en donde se puede conocer al otro.

La novela también puede verse como la gran voz de aquellos seres a los cuales el sistema de la sociedad moderna ha dado un número, ocupación, herramientas, enajenación, pero no un nombre y una personalidad propia: “De igual modo que un simio lanzado a la luna, hemos sido domesticados para cumplir tareas que poco entendemos, o que sólo la gente que nos ha mandado conoce y se beneficia de ellos”, nos dice el autor. La trascendencia de Tyler Durden por medio de la violencia, surge entonces como una posibilidad latente. Sólo se puede ser alguien en esta sociedad si se es un asesino, un terrorista o “un desorden dentro del gran orden” que ha planteado la sociedad.

El objetivo, si es que en realidad existe uno en la novela, será el enojo de Dios; más vale su enojo que su indiferencia total, nos dice el joven Durden. El caos aparecerá entonces como la única vía posible de hacerse notar, de ser relevante ante una sociedad que poco se interesa en los individuos. La destrucción de éste y la creación de una nueva se da en uno mismo, al menos éste parece ser el mensaje: Durden no ha destruido nada, salvo su vida; pero ha sembrado el germen. Ha ganado un cielo que no podía ser de otra menara, el lugar más apartado de una sociedad que se ha fundado en la razón del consumo, en la razón del mercado: el manicomio, el cielo de Durden. Un sitio administrado por un Dios que nunca se equivoca, o que no acepta equívoco alguno. Sin embargo, un lugar en el que germen se ha sembrado: “alguien dentro del cielo, que porta una bandeja con el almuerzo y medicinas, lleva un ojo morado”; un lugar desde el cual se espera el regreso de Tyler Durden, del hijo malvado, del hacedor del caos.

Escritor: Gustavo Alatorre