LOS TRABAJOS Y LAS PALABRAS

Hace más de dos mil setecientos años que el historiador y poeta griego Hesíodo escribió una obra titulada Los trabajos y los días, un poema de ochocientos versos en los que se hacía una curiosa apología del trabajo como un bien al que todos debemos aspirar, y, al contrario que la visión del Viejo Testamento, donde se lo ve como un castigo divino por haber desobedecido a Dios y se condena al hombre a “ganar el pan con el sudor de tu frente”, en el autor heleno se presenta como un medio poco menos indispensable para realizarse como persona y, en consecuencia, como algo que todo ser humano debe anhelar. Han transcurrido muchos siglos desde entonces y me temo que, por desgracia, la visión que ha prevalecido es la que alentaba la Biblia, frente a la más conciliadora del antiguo poeta griego, que no en vano escribió su obra en medio de una profunda crisis agraria que llevó a la búsqueda de nuevas tierras para colonizar.

Si miramos en nuestro presente, a quienes nos acercamos con más pena que gloria a los cincuenta, y esta proximidad nos pilla sin trabajo o en uno de esos estadios intermedios que si no son falta de trabajo lo parecen mucho, y que habría que estudiar con detalle en otra ocasión, la verdad (“prejubilado”, “jubilado” y a este paso hasta “postjubilado”), empezamos a pensar en toda la palabrería que nos rodea sobre este tema. En efecto, como uno ha sido a fin de cuentas profesor no puede evitar repensar en el vocabulario que se emplea en los medios de comunicación al respecto. Y si repasamos los términos que se usan para denominarnos, lo primero que podemos hallar es la expresión “parados de larga duración”, que puede parecer suena bastante neutra, ciertamente, pero no es tanto otro sintagma más preocupante, como es el de “desempleados mayores de cincuenta años”. Primer encontronazo con el eufemismo, sobre todo si consideramos cómo nuestra sociedad prima descaradamente a los jóvenes –basta ver la publicidad, el cine, las series de televisión y tantas otras formas de representación de nuestra propia sociedad -, si bien eso en España no casa muy bien con el escalofriante número de jóvenes sin empleo, pero al menos no parecen estar haciéndolos desaparecer de forma terrible como a los que sobrepasan cierta edad.

El problema se agrava ya considerablemente al llegar a expresiones como “parados de difícil reinserción”, que siempre me ha sonado como si hubiéramos estado en la cárcel o en algún lugar donde se nos recluyó para evitar que fuésemos una amenaza para la sociedad. Pero ¿y qué decir de “yacimientos o nichos de empleo”, que asemeja el trabajo poco menos que a algo desaparecido con los dinosaurios o, lo que es todavía peor, con un cementerio? ¿Quién demonios ha sido la mente brillante que parió semejantes expresiones, por Dios? Últimamente, por si todo lo anterior no fuera bastante, he oído lo de “lanzaderas de empleo”, que debe ser el cambio del pasado que suponía todo lo anterior por el resplandeciente futuro, por aquello de asociarlo a conceptos como “lanzaderas de cohetes o misiles”, tal vez de naves espaciales, que parece menos belicoso; en otras palabras, el trabajo ya no pertenece al presente, es algo o del pasado más remoto o del futuro al que quizás nunca lleguemos.

Lo más curioso del caso es que si nos hubiéramos preguntado no hace tantos años qué pensábamos que podíamos esperar respecto al futuro del trabajo en nuestro planeta, casi nadie habría dibujado un panorama tan desolador como el que nos rodea en estos momentos. Si alguien cree que no es así, le remito a los comentarios de cualificados sociólogos, politólogos e intelectuales de todo pelaje expresados en todos los periódicos, revistas y programas televisivos habidos y por haber. A lo mejor era muy difícil ver la crisis en la que nos encontramos, a lo mejor no interesaba reconocerla visto lo bien que les venía a unos más que otros, a lo mejor no quisimos escuchar a la escasas voces que, como mínimo desde hace diez años, iban anunciando que las cosas podían volverse muy negras si no tomábamos medidas.

Si alguien quiere tomarse la molestia de intentar comprender lo que ha sido el trabajo en las últimas décadas siempre puede leer los libros de Richard Sennett, los de Tony Judt o el último de Owen Jones, y tal vez de este modo seamos capaces de entender los muchos errores que se han cometido, quienes no tomaron decisiones que podían haber evitado el desastre y acaso las razones para no volver a caer en ellos nunca. Es posible que de ese modo llegáramos a ese desiderátum que defendía otro historiador griego posterior a Hesíodo llamado Heródoto, quien siempre abogó por una idea que se ha repetido una y otra vez a lo largo de los siglos, sin mucho éxito por lo que llevamos visto: que aquellos pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla. ¡Ojalá que esta vez hayamos aprendido algo, por la cuenta que nos tiene!

Escritor : José María García