Recordar es un ejercicio, no sólo de memoria personal. Es una responsabilidad colectiva. De creación de la identidad de un país. Lo que guardamos en la memoria se hace pieza de un rompecabezas que configura lo que somos, en lo que creemos, lo que defendemos. ¿Qué somos si todo lo echamos al olvido? Un montón de presente que se sostiene en la euforia del momento, en las promesas, casi siempre mentirosas, del que hoy necesita de nosotros.
Escribir es un acto de memoria conciente. Contar los muertos. Enumerarlos. Ponerles nombre. Encontrar su familia. Conocer su historia. Hacerlos parte de la vida. No sólo como cifras, oficiales o escondidas, de esta guerra eterna. Sino como actores, como voces que gritaron ideas, que hoy nos retumban en los oídos. Por eso los muertos, los míos, no los quiero en el cementerio. Enterrados entre el silencio de las flores y los gusanos. No los quiero enterrados en el fondo del cajón de los recuerdos marchitos.
Los muertos, los míos, los quiero actuando enérgicos en la historia. No como adornos colgados de las paredes, entre marcos dorados. No como fuentes interpretadas por otros que ni los conocieron. Los muertos, los míos, los quiero jugando su papel de recordatorio. De huella imborrable que no pueden tapar los gobiernos. Muertos que nos obliguen a decir lo a que ellos les calló la violencia. Muertos que trasciendan sus leyendas de epitafio. Muertos vivientes en la memoria de quienes nos resistimos al olvido.
Escritor: Andrea Idárraga Arango