No era la primera vez que tenía que irme fuera de España para buscar trabajo.

Había estado en múltiples ocasiones en el Reino Unido y Francia, pero esta vez, había algo que me decía que era diferente. Parece lógico ya que la distancia, tanto física como cultural, que separa España y Tailandia es mayor, pero también sabía que lo que me deparaba la estancia allí era distinto. Viajaba con menos equipaje de lo habitual, no quería que el peso de mi mundo cargara sobre mis hombros. Muchas veces te aferras a ropa, libros, fotos… cosas que solo te recuerdan cada día que no estás más en un sitio y no te dejan pertenecer del todo a uno nuevo. Decidí empezar este viaje dejando atrás todo lo que me atara al lugar del que venía. Eso no quiere decir que quisiera olvidarlo, pero sí quería involucrarme al 100% en mi nuevo destino, en mi nuevo mundo.

Llegué a Tailandia con la ONG con la que colaboraba y nada más llegar sentí el calor de la gente que me rodeaba. No querían ser mis amigos, ir de cervezas y salir de fiesta como me había pasado en otros lugares en los que había estado, pero sí querían ayudarme a poder encontrar amigos, encontrar mi hueco allí, y adaptarme lo más rápido posible al nuevo ambiente. Me di cuenta de lo equivocaba que estaba. Siempre me había considerado una persona muy abierta, tolerante hacia todo tipo de personas y situaciones y sin ninguna clase de prejuicios. Intentaba ayudarles en todo lo que podía, intentaba enseñarles cómo éramos en Europa, nuestras tradiciones y maneras de hacer las cosas. La cultura tan increíble que teníamos y como, a pesar de la mala situación económica en la que ahora vivíamos, nos gustaba y estábamos dispuestos a ayudarles en todo.

Y ahí me di cuenta de mi error. Ellos no esperaban que nuestra ayuda como ONG fuera abrirles los ojos a como somos en Europa, a lo civilizados que somos, al igual que tampoco esperaban que les ayudáramos a cambiar y mejorar. No buscaban caridad, no me ayudaban para recibir nada a cambio. Ellos eran conscientes de la ayuda médica que prestábamos en la zona y nos lo agradecían de cuerpo y alma. Pero ello no habían pedido esa ayuda, esa ayuda la habían necesitado por unas situaciones que les venían dadas, por lo que el resto de su mundo era el mundo en el que querían estar.

Muchas veces, aunque nos neguemos a aceptarlo, nos gusta clasificar, ordenar todo en un sentido lógico. Nos gusta ver que somos una población normalmente considerada más desarrollada y ver que hay gente que necesita nuestra ayuda. Pero esto suele ser un craso error. La ayuda siempre se tiene que prestar entendiendo por qué viene dada y tratando a las personas de tú a tú. Ellos me enseñaron más en este viaje que yo a ellos, yo simplemente presté un servicio, que desgraciadamente ellos no tenían. Y los prejuicios debería llevárselos el viento.

Todo resulta más fácil de comprender si lo vemos desde la situación contraria. Muchos españoles se sienten ofendidos por tener que pedir ayuda a otros países, consejo o por tener que aceptar que no somos superiores en algunos aspectos. Para que el mundo siga girando en el sentido correcto, debemos ver que la ayuda puede venir de norte a sur, de este a oeste, o al revés.
Que lo importante es saber tanto darla como recibirla en el mejor de los sentidos. Y abrir los ojos y la mente. Porque lo más importante y lo más bonito para progresar es chocarte con nuevas oportunidades más allá de tu propio ombligo.

Escritor: Ana fernández pajares